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  • andreazurlo

Vida de perros


¿Esa frase? ¿Pero cuándo diablos la dijo?

El policía, parado frente a ella, reflejaba su misma expresión estúpida, algo incrédula, limitándose a decirle que él cumplía órdenes y que tenía en sus manos un mandato de arresto que decía lo que decía. Ella aceptó acompañarlo sin protestar, hoy día uno ya no sabe cómo actuar. Ya lo ve, todo por una frase.

En el tribunal la atmósfera era solemne. El juez, desde la altitud de su podio, miraba el mundo como un árbitro de tenis, para verlo mejor, más parejo. Ella objetó que no era así, que desde su altura podía ver peladas ocultas con peinados complicados, tintes con raíces en crecimiento, sombreros maleducados y cabezas redondas o cuadradas, cabelleras rubias atractivas y también a los misteriosos pelirrojos. Desde su posición dominante el juez distinguía otras características en las personas que podían despertar su simpatía o antipatía. Su abogado defensor le sugirió que no valía la pena expresar sus opiniones, que era mejor callar para evitar problemas.

La gran acusadora era una buena amiga, de esas que meten la pata por hablar sin ton ni son y, ahora, en la silla de los testigos, revolvía las manos como si preparara la mayonesa sobre el regazo cubierto por la falda amarilla.

Del otro lado, junto al fiscal, su vecina estaba sin los rulos en la cabeza, irreconocible. Lloriqueaba quedamente su tragedia, mientras que su marido, con manos de gigante, apenas había tenido el tiempo de secarse el sudor de la frente, y allí estaba, vestido con la eterna camisa a cuadritos de jubilado jardinero, con restos de hierba en los zapatos y las uñas sucias de tierra. Él fue quien encontró a Tobi muerto, ese trauma lo acosaría durante el resto de sus días, como declararía más adelante durante la audiencia.

— Pasemos a los hechos —dijo el juez dando la palabra al fiscal.

El fiscal asintió y se dirigió hacia la testigo de cargo arrastrando la larga toga negra.

—¿Conoce a la acusada? – preguntó el fiscal a la amiga acusadora.

—Sí —respondió ella con voz mínima, continuando en batir mayonesa y deteniéndose solamente para señalarla con el dedo índice temblequeando.

—¿Puede repetir sus palabras textualmente, por favor?

—Que mataría al perro, a Tobi, si seguía ladrando.

Revuelo de susurros de desaprobación, martillazo del juez, dedos acusadores de los animalistas que gritan pidiendo cadena perpetua, llanto desesperado de la vecina sin rulos.

Ahora comprendía. Ahora le resultaba claro de dónde salió la acusa. ¡Pero si ella era incapaz de matar a una mosca, si lo había dicho como se dice cualquier tontería!

Tiró de la manga de su abogado defensor, pero el letrado ya había planeado que era mejor que se declarara culpable para acortar la pena y el juicio.

Fue condenada a prisión.

La guardaron en un calabozo de dos por dos, donde la visitaban de vez en vez, cada vez menos, algunos viejos amigos, excepto la que preparaba la mayonesa.

Transcurridos tres años salió en libertad, porque en verdad Tobi murió de infarto y de viejo, y no de veneno, pero nadie se había acordado de leer el informe del veterinario durante el juicio.

Fuera de la cárcel, ella seguía conservando esa expresión entre estúpida y sorprendida que le quedó impresa en la cara el día en que la arrestaron y que celaba 1095 días de estupor, de encierro, de sol negado, de Tobi inundando sus sueños, de rencor.

Volvió a su casa, ahora despintada e inundada de mustias humedades, y reencontró a su vecino. El viejo continuaba con su atuendo de jubilado jardinero y su camisa a cuadritos, mientras que su mujer se volvió a poner los rulos eternos en la cabeza. Para su sorpresa, también la esperaba un nuevo ¡guau, guau! Un nuevo perro, un Tobi Dos ladrando desde el alba al ocaso.

Con calma subió al desván y sacó del baúl el fusil de su abuelo. Lo abrazó con afecto, se apoyó en el alfeizar y disparó a quemarropa, sin decirlo antes a ninguna amiga. Esta vez no cometería errores, no volvería a la cárcel, no confesaría nunca, no se declararía culpable.

Guardó el fusil en su funda y lo colocó dentro del baúl. Bajó las escaleras, salió al jardín y con su expresión entre estúpida y sorprendida se asomó a mirar del otro lado de la cerca.

La camisa a cuadritos agujereada aún humeaba, mientras Tobi Dos le saltaba y ladraba moviendo la cola y haciéndole fiesta.

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