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  • andreazurlo

Pane Nostrum (español)


El ruido de los disparos la persiguió como perro rabioso que le mordía los talones. Se refugió detrás de una pared, al doblar una esquina. El sudor formaba caminos brillantes sobre su piel pálida y se helaba en contacto con el frío intenso del aire tieso y lleno de premoniciones.

¿Cuándo comenzó la debacle? ¿En qué instante preciso se confundió el cielo con la tierra? Se sentó sobre el suelo y comenzó a lloriquear.

Su familia fue una de las últimas en convencerse de que esta vez no sería igual que las anteriores e intentaron abandonar el caos a último momento. Su padre insistía que los pobres no llegarían a tanto, hasta que se encontró con una horda de gente que invadía el barrio cerrado donde vivían, derribaban cercados y masacraban a los guardianes armados; el enjambre humano respondía a las órdenes de un cabecilla que los incitaba a saquear y destruir las viviendas al grito de “El pan es nuestro”.

Ella estaba retornando a su casa cuando se enteró de lo sucedido. Su padre le advirtió por teléfono que no regresara, ya la rescatarían, de alguna manera escaparían y retornaría la calma, la vida de siempre, sin sobresaltos, quizá en otro lugar, lejos de allí.

La ciudad quedó dividida por la mitad y, por algunas razones genéticas de mala suerte, ella fue la única que quedó del lado equivocado, mientras que el resto de su familia se refugió en la mitad que el ejército protegía contra las bandas de asaltadores famélicos, contra esas personas condenadas a una pobreza perenne que heredaban como si fuera un mal incurable y que los gobiernos se encargaron de preservar como fuente inagotable de votos.

Con el terror anidado en las vísceras, pasó dos noches oculta detrás de pilas humeantes de objetos irreconocibles y de neumáticos quemados por las “bandas de marginados”, como les llamaban en los noticiarios. Se arrastró por el suelo para ensuciarse y que sus ropas a la moda pasaran desapercibidas.

El hambre y el miedo la obligaron a salir de su escondite, la batería descargada de su móvil decretó su aislamiento definitivo y la muerte de su esperanza de ser rescatada; ahora entrar en la parte protegida de la ciudad se convirtió en un sueño imposible.

Sin más opciones, se acercó a un grupo de personas que formaban el séquito de un Predicador flaco, feo y desprejuiciado, con los labios pegados a las encías huérfanas de dientes. Un revolucionario sin revolución que oraba al “Pane Nostrum” y sermoneaba sobre la venida de la guerra del pan y la liberación de los pobres de la opresión de los ricos, para deslizarse en la opresión de los mismos pobres. Los hombres adoran las castas.

Armados con palos y algunos con cuchillos, formaban grupos de seis u ocho miembros y arrasaban con lo que quedaba del saqueo anterior, ante las miradas incrédulas de quienes ya nada poseían, en un círculo vicioso destinado a imponer la pobreza y la inercia, que paralizaba la posibilidad de aspirar a salir de esa mugre y degradación, de ese estado de improductividad y pobreza.

Nos amoldamos a todo, piensa ella y procura hilvanar palabras para no embrutecerse definitivamente, para distinguirse de las bandas de forajidos, al tiempo que cultivaba en secreto su aversión hacia la obediencia ciega al Predicador de desgracias y guardaba entre algodones el sueño de superar la frontera y escapar de esa pesadilla.

“Ábaco, Abolengo, Acacia, Bacterias, Balas, Balacera…Tiroteo”. Las palabras la devolvían a la realidad. Las balas rajaban la oscuridad con estelas de luz roja. La noche era un desvelo largo, el miedo se apoderaba del pensamiento y ella se amparaba sobre sí misma, oculta en algún rincón.

Aún debía acostumbrarse a su nueva condición de pobre, el estómago vacío le producía una mueca de dolor cada vez que sus tripas gruñían. Yo no soy así, se dice recitando en un Rosario “Aristóteles, Aristófanes, Nietzsche, Platón, Sócrates…”.

El Predicador instaba a conquistar nuevos barrios cuando el pan se acababa, debían seguir luchando contra los ricos, vengarse de los menos ricos y de los menos pobres. Debía reinar la misma degradación para todos.

La masa humana avanzó por las calles, la arrastraban y ella, debilitada, no conseguía oponerse. Un niño abandonado y cubierto de mugre, igual que todos los demás, la tomó de la mano.

Ella los oía gritar “¡El pan es nuestro!”, mientras recitaba para sus adentros “Baudelaire, Balzac, Byron, Borges…”. ¿Para qué le servía?

El vidrio de las puertas del hipermercado estalló bajo los golpes. Nada ni nadie los detuvo. Pisotearon al único hombre que se les interpuso. En pocos instantes la gente ya huía cargando comida, televisores, electrodomésticos, carne para los hijos, alimentos para los perros, botellas de licores y patas de jamón.

Ella se sorprendió a sí misma mientras escapaba conducida siempre de la mano por su pequeño acompañante, ambos llevaban una larga barra de pan bajo el brazo y una botella de leche en la mano. Se miraron por un instante con una sonrisa y empezaron a correr en medio de la marea de gente espantada por la llegada de la policía. Fue entonces cuando ella dejó de hilvanar palabras y se unió con su nuevo amigo al coro general: “Pane Nostrum”.

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