La situación empeoró al caer la noche. El mundo quedó cancelado. Nos detuvimos con el coche en medio de la nada, con los ojos agotados de mirar lo inexistente. La atmósfera, suspendida en gotitas blancas que atenuaban el paisaje, nos envolvía como una nube. A nuestro alrededor todo se escondía en la niebla. La carretera se prolongaba sólo unos metros por delante de nosotros, los árboles y las casas a los lados fueron devorados sin piedad. El mundo iniciaba en nosotros y terminaba a un metro de la carrocería del auto.
En un punto, a una distancia indescifrable, intuí una luz débil. Indecisa entre mis ganas de ver la luz y su verdadera existencia, me arriesgué a hablar. Sí, la palabra justa era arriesgar, porque Mario montaba en cólera con extraordinaria rapidez.
—Creo que ahí hay una luz —le dije señalando con el índice hacia un punto indefinido en la oscuridad—. Tal vez sea una casa, podemos esperar en la entrada hasta que mejore la visibilidad.
—No es una casa —respondió seguro.
—¿Cómo lo sabes?
—Es una luz de bar y tengo hambre.
Si él padecía hambre seguro que se trataba de un bar. Conseguía reconocer la luz y el olor de un bar a kilómetros, por más que fuera día de cierre. Comencé a rogar con fuerza que la luz correspondiera a un lugar donde vendieran comida, o que la casa se convirtiera milagrosamente en un bar, y que estuviera abierto pese al mal tiempo, porque Mario se pondría a mordisquear el tapizado de cuero del coche y tal vez me hincara el diente en el muslo, mi parte más carnosa.
Nos acercamos con cautela. En esa niebla existía el riesgo de caer con facilidad en el foso junto a la carretera.
Nos detuvimos más o menos frente a la luz.
Bajé del auto tanteando el terreno con el pie como una ciega, porque temía terminar en un pozo. Sentía la hierba bajo el pie y el terreno blando, algodonoso.
Mario bajó del coche con un gesto decidido y de inmediato comenzó a despotricar, porque puso el pie en un charco de barro.
Con algo de esfuerzo se distinguían los contornos de una casa unos metros más allá, después de un espacio que semejaba a un jardín pequeño. La lucecita que vi a lo lejos colgaba de un palo alto junto al cercado abierto que rodeaba el jardín.
Entramos caminando codo con codo y trastabillamos un par de veces en las arruinadas losas de cemento del sendero. Yo iba muy alerta. En esos lugares suele haber perros sueltos, mientras que Mario caminaba hipnotizado, como si ante él se presentara la tierra Prometida. Al acercarnos pudimos distinguir el cartel de Coca Cola que pendía encima de la puerta. En los vidrios las calcomanías de otras gaseosas y cervezas famosas. Mario se tranquilizó: si había Coca Cola seguro que se comía.
Bajo el cartel rojo y blanco se abría una puerta cubierta por una cortina de tiras de plástico de colores, muy típica de bar de pueblo.
Descorrimos la cortina y entramos. Un ruido alegre de campanita acompañó nuestra entrada. La salita estaba vacía, no era grande, pero se oía el ruido claro del compresor de un refrigerador. El lugar se veía modesto: una barra pequeña, con unas mesas redondas y sillas de plástico blanco. Para estar completo le faltaba solo el olor a comida mezclada con café típico de un bar. En la barra, un par de sándwiches languidecían bajo una campana de plástico transparente.
Por una puerta lateral apareció un tipo, aunque en un principio dudé como calificarlo. Pensé en varias opciones como cada vez que estoy ante algo sorprendente y, la más plausible que se me ocurrió, fue que se trataba de un disfraz de carnaval.
El hombre se acercó y nos saludó con amabilidad. Su voz era profunda, no se entendía bien de donde salía, si de la garganta o de la boca, pero me llegó claro un ligero rastro de acento extranjero.
—Buenas noches, señores.
Yo dirigí una mirada a Mario para comprender si veía lo mismo que yo, pero él moría de hambre y miraba solo los sándwiches en la bandeja bajo la campana.
— Buenas, ¿hay algo para comer? —preguntó Mario—. Aparte de los sándwiches, se los ve algo arrugados.
—Sí, claro, puedo prepararles algo, pero los sándwiches son frescos de hoy, se achicharran con la humedad.
Yo, alucinada, no comprendía como Mario no reaccionaba y hablaba tan tranquilo sobre la frescura del pan.
—Sí, gracias, lo que sea —respondió y aceptó el plato con los dos sándwiches que el hombre le entregó.
Mario agradeció con naturalidad, se dio media vuelta y se dirigió a una de las mesas vacías, junto a la ventana. Nuestro coche no se veía, la niebla construía paredes sólidas en el aire.
Una vez en la mesa comenzó a ojear el periódico y de inmediato empezó a leer su sección favorita, la deportiva. Me senté algo alterada y le toqué el brazo con urgencia, para que me prestara atención.
Mientras tanto el hombre desapareció por la puerta lateral y se oían ruidos metálicos de sartenes en la cocina.
—Psst, psst…¡El tipo lleva una cabeza de cerdo en lugar de la suya! —exclamé entre dientes y en voz baja.
—¿Y? Siempre mirando los detalles tontos.
—No es habitual que uno tenga una cabeza de cerdo.
—Por aquí será costumbre —dijo él mientras comenzaba a mordisquear uno de los sándwiches de mal aspecto, a Mario no le interesaba ni el aspecto ni el sabor, sólo engullía.
Al cabo de un rato el hombre apareció de nuevo cargando una bandeja. Traía dos platos con un par de huevos fritos sobre lonjas de jamón y una cesta con pan; apoyó la bandeja sobre la mesita entre nosotros y, acto seguido, trajo dos vasos y una botella de Coca Cola del refrigerador.
El hombre, de estatura media, estaba bien vestido, con una impecable camisa a cuadros, cerrada hasta el último botón, un pantalón negro, zapatos lustrados y un par de guantes de látex, muy asépticos, en las manos. Lo único que desentonaba era la cabeza de cerdo que surgía en lugar de la suya. No se distinguía la unión entre la cabeza y el cuello, tal vez por ese par de pliegues que formaba la piel de la cabeza porcina en esa zona.
Mario comenzó a devorar los huevos con un fervor que no ponía ni en el sexo ni en ninguna otra actividad en su vida e imaginé que no me escuchaba, ni le interesaba lo que pudiera decirle, sus neuronas se concentraban exclusivamente en el plato delante de él.
El hombre quedó por allí dando vueltas en el bar, encendió alguna que otra luz para darle vida y también la radio. Un locutor hablaba de la niebla, el tema principal del día.
—Dicen siempre que la niebla es peor que nunca, pero es siempre así y siempre peor que nunca —dijo el hombre con voz calma. Me pareció obvio que quería charlar con alguien.
—Siempre es peor aunque sea igual —repetí para decir algo—. Perdóneme —le dije en un momento de arrojo.
—Dígame, ¿falta sal?
—No, no. ¿Por qué lleva la ….? —me detuve. Me di cuenta de que probablemente resultara poco amable preguntarle por su cabeza, sonaba como decirle a uno "por qué lleva cara de culo".
— ¿La cabeza de cerdo? —preguntó él con naturalidad, agradecido ante la posibilidad de contar su historia.
Asentí y el hombre se acomodó en una mesa junto a la nuestra. Sólo entonces comencé a observarlo en detalle. La piel era rosada y en algunas partes le salían unos pelos blancos, rígidos. La nariz levantada para ventear enemigos se notaba un poco húmeda, la boca, inmediatamente debajo del hocico, quedaba algo retraída, mientras que los ojos meritaban una mención especial, unos ojos de mirada desesperanzada y tierna, como un cerdo en el día de San Martín (si tan solo supiera que es día de matanza). Movía las orejas grandes con desenvoltura y se notaba que contenía el movimiento nervioso del hocico.
—Cuando llegué aquí y me establecí, los negocios no andaban muy bien. Había ahorrado un dinerito trabajando y encontré esta casa que se vendía con el bar, por poco precio, esta es una zona barata. El problema fue que el negocio no funcionaba, la gente desconfía de los extranjeros así que decidí arriesgarme.
—¿Arriesgarse?
—Ponerme la cabeza del cerdo —dijo con naturalidad—. Fue cuando murió la mascota de la zona, un cerdo muy grande llamado Paquito. Aquí los cerdos son muy respetados, como un animal de compañía. Le querían mucho, esas cosas de cariño de la gente. Los chicos lo visitaban en un recinto que le hizo el alcalde junto a la plaza donde están las hamacas. Por aquí no hay muchas diversiones y convirtieron al cerdo y a un par de gallinas en el zoológico del pueblo.
—Pero… pero… ¿quiere decir que se cambió su cabeza con la del cerdo? —dije perpleja, esperando que Mario interviniera en la conversación.
— Digamos que la del cerdo se integró con la mía. Es complicado.
—¡Ya lo creo! —exclamé.
Pese a una cierta repulsión comencé a comer mis huevos que se habían enfriado. De la boca de cerdo del hombre, porque no cabían dudas de que era un hombre, caía un hilo de baba, que el secaba con un pañuelo blanco impecable, tal vez el pobre desdichado todavía no conseguía controlarla bien.
Volví mi mirada hacia Mario que con su hambre voraz comenzó a pasar su pan sobre mis huevos. Él me causó más repulsión que la cabeza de cerdo y terminé por cederle mi plato. Leía abstraído las noticias deportivas en el periódico y comía sin cesar, no le interesaba nada ni que yo me revolcara en un momento de lujuria sexual con el hombre porcino. Él ni lo habría advertido.
—Como le expliqué, yo no soy del pueblo, soy un extranjero, aunque hace muchos años que vivo aquí. Bueno, lo del cerdo me permitió integrarme en la sociedad. Comenzaron a llamarme todos Paquito, como al cerdo, y empezaron a venir al bar.
—Sí, claro, comprendo. Tal vez, en lugar de tomar una decisión tan arriesgada, hubiera bastado con vender e irse a otro lado, usted no es un árbol, se puede mover. Además no parece un lugar muy bonito en medio de esta niebla y de esta llanura yerma y gris.
El hombre se rascó la barbilla y se pasó la mano por el cuello.
—Por una parte tiene razón, pero si me iba sin vender a un buen precio, hubiera sido peor. No seré un árbol, pero no todos trotamos por el mundo pasando desapercibidos.
En ese instante habría querido decirle que con esa cabeza no pasaría muy desapercibido y alguno tiraría a disparar con la escopeta. En cambio pregunté:
—¿Fue muy doloroso?
—Bastante, pero el médico que me atendió es muy capaz. ¿Sabe que la gente no quiso ni una pata del cerdo para jamón? ¡Una sensibilidad increíble!
—Es obvio, se encariñaron con el cerdo, era la mascota del zoológico.
—¡Claro! —exclamó el hombre e hizo una larga pausa.
En el silencio se oía solo el sistema masticatorio de Mario que trituraba ruidosamente los restos de pan, no quedaba nada más en su plato ni en el mío, me disgustaba más que el hombre porcino.
— Los negocios repuntaron, ¿no? ¿Al menos está contento?
—¡Sí, no se imagina! Los domingos vienen las familias a almorzar y a sacarse fotos y las maestras de los alrededores traen a los alumnos, a los más pequeños. Yo les leo el cuento de los tres cerditos y ellos se divierten como locos, ¡es otra vida!
—Lo entiendo, con el afecto de las personas es todo diferente.
Se me dificultaba continuar allí, escuchando la cabeza de cerdo mientras me hablaba. No imaginaba cuán terrible habría sido su vida anterior para estar contento con su situación actual, sabiendo que jamás volvería a ver su cara humana otra vez.
Por fin, después de que Mario terminó de engullir todo lo que contenía el bar del buen hombre, incluidos los caramelos mentolados que se divirtió en tomar con la Coca Cola porque le producían un efecto explosivo en el estómago, nos decidimos a seguir camino. El hombre nos advirtió que encontraríamos una serie de curvas y que debíamos conducir despacio, la niebla desaparecería en unos diez kilómetros, apenas el terreno se elevara un poco sobre las colinas. Fue realmente muy amable, no nos quiso cobrar el café que bebimos antes de salir, con la esperanza de que nos mantuviera despiertos, y explicó a Mario indicándole en un mapa el camino que debíamos seguir hasta la ciudad.
Yo no comprendía como Mario continuaba tan tranquilo oyendo las explicaciones del hombre, sin darse cuenta de nada ni sentir curiosidad por su cabeza de cerdo ni interesarse mínimamente por la parte humana de la cuestión. La única nota de sorpresa y disgusto en su expresión fue cuando el hombre se quitó el guante izquierdo.
Decidimos irnos. De repente Mario llevaba prisa y salió corriendo del bar. El hombre se quitó también el otro guante de látex y extendió la mano para saludarme.
Entonces, sólo entonces, comprendí la fulminante urgencia de Mario, que se alejó a toda velocidad hacia el coche sin preocuparse por los charcos de barro. Desapareció en la niebla. Creo que se puso a vomitar en un rincón, junto a un árbol.
—Le puedo dar un consejo —le dije al hombre volviéndome hacia él y estrechando su mano humana—. Pero no lo tome a mal, por favor.
—Seguro, señora, dígame, no hay ningún problema, acepto los consejos.
—No se quite los guantes, porque se le ve la piel negra.
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