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  • andreazurlo

No hay nada que hacerle

Actualizado: 3 jun 2020


Bea no duda que él llegará. Sumerge su mirada en el color rojo rubí del vino, sosteniendo la copa de cristal en la mano, a la altura de los ojos. Su visión, filtrada a través de la copa, adquiere un agradable tono rosado intenso ¿Por qué se demora?, se pregunta sin pensar en las consecuencias.

Al final se decidió por el vestido color mostaza. Lo usó por última vez hace mucho y, ahora, nota que la adelgaza y favorece. Muy favorecedor, le dijo la vendedora cuando lo compró. Se acuerda siempre de los detalles tontos, el comentario de una vendedora, una frase dicha solo para venderle un vestido, se limita a gozar de las tonterías. Su cabello oscuro resalta sobre el mostaza y las joyas de plata quedan perfectas. Se lo repitió Berto apenas la vio, «Sencillamente perfecta».

Bea y Berto, B&B, Bed&Breakfast, un acrónimo que resume una vida. En otra época la hacía sonreír. Ahora ya no. Ambos lo saben. Como también sabe que Berto prefiere que el invitado no llegue nunca. Esa lejana historia entre ellos... Bea ignora si queda todavía alguna secuela. Cuando él la llamó por teléfono, ella creyó percibir algo en el tono de voz de él, un anhelo. Bea se siente impaciente, aunque debe mostrarse relajada, alegre, cenar y celebrar su cumpleaños.

Tin, tin, tin... El tenedor contra el cristal de la copa llama al brindis...tin, tin, tin. Cincuenta veces tin, tin, tin piensa Bea y quiere que Berto deje de golpear el maldito cristal para atraer la atención de los comensales.

Bea desplaza la copa, mira la cara de sus amigos sin el filtro del vino. ¿Quiénes son? ¿Quiénes pretendían ser? Toda gente que ronda una edad sin edad, una generación tibia, ni de aquí ni de allí, hijos de los noventa, yuppies oxidados, las “Material Girls” de Madonna. Ellos ríen y sonríen, persiguen con ahínco una juventud que huye, que se niega a la captura, inalcanzable. Madres y padres que no dejan de comportarse como hijos, de manera infantil. ¿Qué hizo ella de distinto para juzgarlos? Buscar una opción. ¿Acaso había pensado en él alguna vez como una opción? Sí, lo hizo y sabía que se había equivocado. La opción nace de una misma, no del otro, no de un hombre.

En la planta alta los niños juegan. Los gritos llegan intensos. Les prohibieron el pijama party y ahora se vengan con sus chillidos desaforados. En la planta baja festejan su brillante y espléndido medio siglo.

—Cincuenta años no es nada –repite Flori. Ya lo dijo antes y lo repetirá de nuevo, se sienta graciosa. ¿Se mira al espejo, Flori? ¿Se oye cuando habla?

Tin, tin, tin. Las voces no se acallan. Pat, con los tonos agudos de su voz chillona, cubre las más graves. Todos con sus insoportables sobrenombres, como si no existieran los nombres enteros: Bea, Berto, Pat, Nico, Sofi, Flori... Berto irradia felicidad, ¿falsa? Pareciera haber olvidado que tarde o temprano él llamará a la puerta.

Un llanto interrumpe la conversación y baja por las escaleras, se acerca con los pies que corren rápidos. Aparece Simo, la hija de Pat y Nico, que llora porque Susy casi la asfixia con un almohadón. Simo llora de forma incesante y dando alaridos. Bea no la soporta, el llanto le resulta intolerable. Por suerte, Nico descubre el método para calmarla: se hace un selfie con Simo y le enseña a publicarlo en Facebook. Nico existe gracias al Libro de Caras, por ahí pasa y termina su vida.

¿Soñábamos esto?

Bea se lleva la copa a los labios y apenas la roza. Gira la cabeza y se refleja en el vidrio del ventanal. Parpadea y trata de disimular las lágrimas que se le acumulan en los ojos.

Mari, la madre de Susy, interviene para defender a su hija «Susy se comporta así porque sufre de hiperactividad, no por maldad». Quizás solamente vive, no sufre de hiperactividad, con solo diez años juega con unas ganas salvajes. Llega el tratamiento calmante para Susy: un teléfono entre las manos, ahora se queda quieta, «navegando» entre cuatro paredes, navegando por las cinco pulgadas de pantalla.

Tin, tin, tin. De nuevo el tenedor de Berto contra la copa, ahora quiere anunciar la torta, Bea lo sabe. Berto adora anunciar idioteces, una torta, una noticia insulsa, todo lo que oye, trivialidades. Ella sabe que más tarde querrá regalarle una noche de sexo inolvidable, porque Berto prefiere desentenderse y no aceptar que ya no hay nada de imborrable, desaparecieron las emociones. Berto le apoya una mano sobre la piel desnuda del hombro, conoce su tacto de siempre que ya no le despierta ninguna sensación. Berto se obstina, cree que diez años son demasiados, que él no volverá, que no tocará a la puerta esa noche.

— ¿No falta un invitado? —pregunta Nico. Un silencio pesado lo envuelve.

— Llegará más tarde y le guardamos torta, no se va a ofender, ¿verdad, Bea? —le pregunta Berto sonriendo.

— No problem —responde ella indiferente.

Los chicos se han sosegado. Ya no se oyen sus gritos de alegría. Miran sus teléfonos y tabletas deslumbrados por la luz de la pantalla, los agota jugar en contexto tridimensional por un par de horas y regresan a la quietud de las imágenes. Alguien tiene la culpa, ¿cómo serán mañana cuando crezcan? ¿Qué adultos serán? ¿Peores que ellos?

Por fin, Berto anuncia la torta. Bea quiere que terminen de festejarla lo antes posible, que no canten el feliz cumpleaños, seguido por ese horrible “¡Japi Burdei!”, quiere oír el ruido del timbre de la puerta y despertarse con la vida resuelta.

Sus hijas la rodean. Una a cada lado.

Berto coloca la torta delante de ella. Una magnífica torta blanca, con cascadas de chocolate hiriendo el merengue y con una velas encendidas.

— ¡Tres deseos! —le recuerda Emilia (Emi) su hija.

Tres deseos, se repite Bea. Solo tres, tendría diez, veinte. Cierra los ojos y se concentra en sus deseos. Alguien exclama «¡Mucho que pedir!» y reconoce la voz de Pepe. Considera la posibilidad de pedir como deseo que Pepe se desplome bajo el peso de su idiotez, pero sería malgastarlo para nada, algún día morirá, se dice, igual que todos.

- El primer deseo: no quiere otra vez un cumpleaños así, no lo soporta.

- El segundo: cambiar todo. Volver a sí misma.

- El tercero: que él llegue.

Un derroche de deseos, debería ser una realidad que no se desea, que se produce, que se busca y basta. Sopla las velas marrones que forman el número cincuenta.

Tin, tin, tin. Besos. ¡Viva! ¡Felicidades! Su mirada se cruza con la de Sofi. Se entienden «No hay nada que festejar», se dicen con los ojos. Sofi mira su reloj. «Es tarde» le dice a Bea con la mirada. Sofi mañana correrá a precipitarse entre los brazos de su amante, está casi contenta y lo confiesa con una sonrisa.

—¿Lo amas? —le preguntó una vez Bea.

— No, no o sí, no lo sé. No me queda otra opción —con un idiota como Pepe no le queda otra opción. En verdad la opción existe, pero requiere un esfuerzo mayor, tomar la propia vida en las manos, salir de la zona de confort, abandonar la comodidad.

¿Por qué nos dimos esta vida? ¿Cuándo nos traicionamos? Detesta resignarse cuando todavía hay aire en sus pulmones, se odia.

Berto decide entregarle el regalo en público, le agrada lucirse. El collar de oro blanco que ella vio en la joyería. Innecesario. Coleccionaban innecesidades, abundancias, inutilidades. ¿A qué le sirve ese collar? Abultará la caja de seguridad y el patrimonio de sus hijas.

—¡Berto se compró la noche! —exclama el idiota de Pepe.

El champagne en las copas, el brindis. Chin, chin, chin. Chocan las copas y Bea filtra de nuevo la escena con el vino, la fracciona con el rosario de burbujas. Nueve adultos a su alrededor y diez chicos, se reprodujeron dos veces cada pareja. Dos por cinco diez.

— ¡Qué mujer dichosa! —exclama Pat que examina el collar.

¿Dichosa? Bea sonríe y calla, Berto la observa y sabe. Le coloca el collar alrededor del cuello y la besa en la mejilla, aunque sepa que ella no está ahí, besa esa mejilla indiferente.

Berto piensa que todo lo hizo para hacerla feliz: la casa, los dos autos, los viajes, los hijos, el perro. Todo existe porque existe ella, pero Bea se ha ido hace mucho y él no encuentra el error, no lo entiende.

— Extraño que no llegue —dice Berto mirando el reloj.

—Se habrá detenido con una de sus numerosas amantes —el idiota de Pepe y el monopensamiento sexual de su mononeurona inútil.

Berto sonríe, la considera una mini venganza contra Bea.

—No lo recuerdo —dice Pat.

— No lo conociste —responde Sofi, remarcando la frase con la mano—. De lo contrario estoy segura de que lo recordarías.

Pepe no aprecia, Bea ríe para sus adentros.

Ponen música. Michael Jackson. Nico salta en pie, le gusta. Imita el Moonwalk desde hace una vida y no se cansa de ofrecer el mismo espectáculo tedioso. Pat lo festeja. Bea intuye que este estatismo, esta inmovilidad, es una de las causas de su calma y callada exasperación y desesperación. El repetirse desde hace años de las mismas situaciones, de las mismas charlas, de imágenes idénticas, de las mismas bromas y de la banalidad imperante.

Bea piensa en la palabra traición. La peor traición de todas, se traicionó a sí misma, creyendo que tenía tiempo para cambiar. Al fin y al cabo, una siempre se traiciona a sí misma, incluso cuando traiciona a otro. Mira a sus amigos y piensa que todos se traicionaron, aunque no en la misma medida. Algunos se conforman. Nico con su trabajo en el banco, un puesto seguro, y los sueños de músico guardados en una guitarra desafinada, prosigue con su triste exhibición de Michael Jackson entre aplausos y carcajadas. La barriga sube y baja. Simo, su hija, le saca fotos «Para Facebook, papi y esta para Instagram». Existimos en Facebook, en las fotos de Instagram, en opiniones condensadas en Twitter, una existencia virtual. Un recuerdo efímero para la lápida.

Bea espera que al menos la llame por teléfono.

Ya es tarde, los últimos invitados se van poco después de las dos. Sofi la abraza, la estimula a no perder las esperanzas. ¿Esperanzas?

Los chicos ya duermen. En el comedor queda una confusión de botellas, platos, restos de torta pegoteados y mugre.

Berto repite su tin-tin-tin para proseguir con sus anuncios.

— A prepararse para una noche de fuego —le susurra acercándose.

Bea lo mira abstraída, no lo conoce. Berto está alegre, un poco bebido.

—Te espero —le dice él con falso tono sensual, sabe que ella no subirá las escaleras y esperará a que él ronque profundamente.

Bea mira hacia fuera con todo su ser. Berto sabe que no hay modo de retenerla y sube las escaleras para dormir un mal sueño que le dejará la boca pegoteada y la lengua seca.

Por fin sola, Bea se pone el abrigo crema que queda de maravillas con el mostaza de su vestido y sale al jardín. Solo su casa tiene un pequeño jardín delante y uno grande detrás. Las demás casas se cierran hacia dentro, tienen jardín atrás y ventanas pequeñas asomándose a la calle, en cambio, para Bea la vida está fuera, ella siempre quiso tener ventanales a la calle. Fuma el aire frío de la noche.


Todo-lo-que-no-hicimos-hasta-ahora-ya-no-lo-haremos-jamás-no-hay-nada qué-hacerle


Recita su mantra depresivo, lo pronuncia con guiones. No hay nada que hacerle. Más que soportar.

Mira por la ventana hacia el interior de su casa, su hogar minimalista-radical chic como ella. Cierra los ojos apoyada contra la pared de la fachada de piedra y piensa con fuerza: ¿cuáles eran mis sueños? La edad se le impone como un muro entre lo que era posible y lo que ahora es imposible e inalcanzable.

El teléfono vibra en el bolsillo de su abrigo. Un mensaje se ilumina. «Perdón». Basta. Se dice que igual no lo esperaba, hay quienes nunca llegan y son solo una buena excusa para seguir esperando.

Se abraza. Cruza los brazos sobre el pecho y se abraza con fuerza. Hace mucho que no siente el calor de un abrazo verdadero, que no siente amor, que no se siente arrollada por el sentimiento, por la pasión. Ama a sus hijas (¿las ama?) de forma cansada (egoísta).

Sabe que Berto ya duerme su sueño alcohólico. Se arrima a la cancela del cercado y mira la calle de casas ordenadas, apenas iluminada por un alumbrado discreto. El llanto desesperado que siente dentro se condensa en una única lágrima brillante en la mejilla, que se desliza suave por el contorno de su rostro antes de precipitar sobre su abrigo.

— Feliz cumpleaños —se dice Bea. Y le bastaría solo con atreverse a cruzar esa pequeña valla del jardín. Atreverse.


*Publicado en la Revista Cronopio (Colombia), País de papel (Venezuela). Versión en italiano publicada en la antología "Storie, sostantivo femminile plurale".

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