Puede parecer absurdo hablar sobre un pez. Cierto, no es un perro, ni un gato, ni un pájaro que alegra con su canto. Hablar de un pez es casi como hablar de una planta: se lo admira unos instantes y después cae en el olvido. La planta exige sólo agua, el pez su alimento. Con las peceras modernas, llenas de filtros, compresor de aire y demás, el contacto con el pez es inexistente. No obstante, probaré a contar la breve historia de Piccolo Principe, un pequeño pez rojo italiano que debe su nombre al Principito del asteroide B612.
Durante un par de años, Piccolo Principe compartió su pecera con dos amigos, un par de peces rojos de una especie más aristocrática y delicada, con una larga cola dorada que ondeaba graciosa en el agua. Se llamaban Regina y Pippo. En verdad creo que eran tres machos, el sexo de los peces es para mí tan indescifrable como el sexo de los ángeles, pero, igualmente, uno fue bautizado con un nombre femenino y pienso que no se sintió herido en su orgullo, los peces son menos susceptibles que los humanos.
La primera en languidecer fue, justamente, Regina. No la salvó ni su aristocracia ni el ser una reina, fue víctima de la única ley democrática de la vida. Lentamente su color rojo se destiñó, mutando en un amarillo pálido, y un buen día la encontré flotando inerme en el agua. Me apresuré a quitar de la pecera su cuerpecito para evitar el primer impacto de mis hijos con la muerte.
Al bueno de Pippo no le fue mejor.
Mientras Piccolo Principe seguía creciendo a pasos agigantados, Pippo adelgazaba y se descoloría. Su salida de escena fue algo más trágica, con los niños que lo encontraron meciéndose a la merced de las burbujas del compresor de aire de la pecera, y entre pucheros sufrieron una de sus primeras lecciones de vida. Porque un pez no ladra, no canta, ni araña los muebles, pero cuando falta, se lleva un trocito de lágrima bajo la aleta.
Así fue que Piccolo Principe quedó solo.
Ya hace un año que busca a sus compañeros detrás de las plantas que decoran su morada, y se confunde con su propia imagen reflejada en el vidrio. Según dicen, los peces rojos tienen memoria corta y olvidan todo después de quince minutos, quizá por eso Piccolo Principe olvida que está solo y sigue buscando a sus amigos de pecera. Me desaconsejaron ponerlo con otros peces, porque son animales delicados y puede resentirse ante una presencia nueva.
Parecerá absurdo que diga que un pez rojo tiene la mirada triste, pero es así. También podrían negarme que un pez pueda ser un animal de compañía, no puedo ponerle la correa ni acariciarlo: huiría de mi mano como un demonio ante el agua. Sin embargo, por las noches, cuando todo es silencio, cada tanto el ruido de una burbuja me hace recordar que él está junto a mi escritorio, así es que paso el dedo sobre el vidrio de la pecera, mientras él lo sigue, boqueando.
La lógica me dice que lo hace por instinto, porque sigue un objeto que se mueve, pero yo prefiero pensa que estima mi compañía aunque no tenga escamas.
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