Se paró desnudo frente al espejo. Deslizó lentamente sus dedos sobre la piel y tocó esos cartílagos que sobresalían. Un poco se impresionó. A nada le sirvió friccionarse con aceite de castor, porque igual le salieron las plumas. ¿Cómo haría para salir de su casa? ¿Qué dirían? ¿Cómo lo explicaría? ¿Qué pensarían de él?
El espectáculo era ridículo. Sus piernas arqueadas habían mutado lentamente su aspecto humano, mientras sus brazos conservaban su apariencia habitual, decorados por un par de alas que le cubrían la espalda desde los hombros. Sus ojos eran los de siempre, pero con una vaga expresión de soledad, y se situaban a los lados de la protuberancia amarilla en la que se convirtió su nariz.
No era un pájaro. Tampoco era un hombre. ¿Qué era si no era un hombre? ¿Importa la definición y el aspecto más que aquello que realmente se es? Y si era ESO, ¿qué mal hacía? Ninguno. Evitaba pensar en el porqué de esa metamorfosis, no buscaba una explicación, su único problema era el juicio de los demás: lo reconocerían como una obra del demonio o como un monstruo digno de estudiar y ¡ni hablar de lo que pensarían sus vecinos y allegados! Él seguía siendo el de siempre, su mente y sus sentimientos permanecían inmutables. Pese a eso, ya no era un hombre y no era el de siempre.
No se daba paz. No existía la paz.
Envuelto en las horas de la noche salió de su casa. Lo siguieron solo unos chiquillos que le arrojaron piedras como parte de su juego infantil, riéndose. Él se escapó como pudo, cubierto por una manta. Corrió con sus piernas arqueadas y su nuevo traje de plumas recién estrenado hasta el borde del barranco que caía abrupto sobre el río de piedras blancas. Se alzó en vuelo sin dificultad. Los chicos quedaron boquiabiertos, incapaces de comprender.
¿Hombre, ave, demonio o ángel?
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