Las imágenes de estos dÃas de las filas de gente en Moscú delante de las tiendas me recordaron una ciudad que conocà hace muchos años, meses antes de la caÃda del muro de BerlÃn. CorrÃa el año 1989 y emprendà mi primer viaje a Europa y mi primer viaje en avión con Aeroflot. La compañÃa soviética tenÃa vuelos económicos y, es sabido, a una cierta edad se soporta todo, incluso un vuelo largo, muy largo y muy incómodo, en un avión muy «espartano» con escasa autonomÃa de vuelo: Buenos Aires – RÃo de Janeiro – Fortaleza (cruce del océano con brindis con champagne ruso sobre el Ecuador, del que conservo todavÃa el vaso con emblema de hoz y martillo aladas) - Isla de Sal – Orán (Argelia) – BerlÃn Oriental y, por último Moscú. TodavÃa se fumaba en los aviones y el olor a tabaco ruso era muy fuerte. El vuelo incluÃa 4 dÃas de estancia en Moscú antes de llegar a Madrid, el destino final. El hotel era un edificio anónimo donde una señora amable respondÃa a nuestras preguntas y decÃa que éramos libres de movernos por nuestra cuenta por dónde quisiéramos «Moskva is free» repetÃa. Los teléfonos eran unas cajas grises sin teclado, para llamar habÃa que comunicarle a una operadora el número. El vuelo con estadÃa en Moscú formaba parte de la Perestroika de Gorbachov, un intento de apertura, al mundo y al turismo, para dar aire a la economÃa asfixiada de la URSS, y se acompañaba con otra reforma importante, la Glasnost, que buscaba una mayor transparencia y democratización. En verdad nos movÃamos libremente en metro, bajando a las famosas y magnÃficas estaciones de la metropolitana de Moscú, contrariamente a la mayorÃa de los turistas que se movÃan en grupos organizados, no sueltos por ahÃ; yo usaba un pequeño vocabulario ruso con la fonética que me ayudaba en mi comunicación básica. Era una primavera de clima frÃo, pero agradable, que permitÃa sentarse al aire libre en la terraza del bar del hotel InterContinental. Apenas nos acomodamos llegaron algunos chicos locales de nuestra edad y se acercaron. TenÃan acceso solamente a la terraza externa, no se les permitÃa entrar en el hall del hotel, hablaban un inglés comprensible y les encantaban nuestros Marlboro, hacÃan preguntas sobre «nuestro» mundo, insistÃan en comprar nuestros vaqueros, chaquetas Levis’ y zapatillas. Nosotros llegábamos de un paÃs salido hacÃa pocos años de la dictadura y ellos vivÃan en un aislamiento tal que me hacÃan sentir libre y afortunada. En la Plaza Roja estacionaban personas que compraban dólares y pagaban altÃsimo el cambio; los famosos Almacenes GUM, allà cerca, eran un lugar gris, vacÃo, de luces amarillentas y viejos muebles de madera, donde se encontraban solamente sombreros y abrigos, además de uniformes militares. En esos dÃas se preparaba la fiesta del primero de mayo y los rostros de Lenin, Engels y Marx dominaban la Plaza junto con un enorme cartel con escrito «Perestroika». La fila para ver la momia de Lenin era larguÃsima (y no entré), parecÃa increÃble ver esa cantidad de gente, proveniente incluso de la parte asiática, formados en fila para rendirle homenaje. La comida callejera para los comunes mortales dejaba que desear: habÃa dos gustos de helado, crema y vainilla, unos pequeños kioscos callejeros vendÃan una carne de sabor fuerte (tal vez de carnero) servida en medio de un trozo de pan, a la que se podÃa añadir cebolla y también cebolla, otros pequeños kioscos vendÃan unas pastas dulces fritas. Las filas para entrar a un bar y comer un trozo de pollo con las manos eran interminables y también para acceder a una espectacular, antigua y, entonces, decrepita sala de té, la «Perlov», con sus mesas redondas, Samovares y mujeres ancianas que tomaban el té. Me invade una sensación de algo vetusto y húmedo cuando pienso en ese lugar que actualmente es muy diferente y ha recuperado su antigua gloria y belleza. Únicamente los extranjeros podÃamos entrar en los hoteles internacionales o en los restaurantes lujosos y vacÃos de Arbatskaya, donde por un precio irrisorio se comÃa caviar y un exquisito salmón todo rociado con champagne. El Kremlin me cautivó por sus magnÃficas iglesias, jardines y edificios. Un ejemplo espléndido de arte, arquitectura y orfebrerÃa, en total contraste con los barrios periféricos, a los que se llegaba siguiendo en el metro hasta el final del recorrido y donde la pobreza era evidente. La gente vivÃa en grandes edificios indiferentes y raramente hablaban otro idioma o deseaban comunicar con extranjeros. A la hora de salida del trabajo, en el metro, eran común ver hombres de expresión oscura con la botella de vodka oculta en una bolsa de papel marrón, bebiendo, aunque estuviera prohibido y hubiera por todas partes militares y policÃas. Para tomar un taxi bastaba con hacer un gesto y se detenÃan los autos privados que, por pocos rublos, te llevaban a cualquier parte. La gente tenÃa hambre de dólares y de occidente, los jóvenes de mi edad hacÃan muchas preguntas y querÃan saber si tenÃan posibilidades de hacer algo fuera de allÃ, soñaban con marcharse. Un dÃa se nos acercó un hombre de mediana edad que hablaba un español casi perfecto, charlamos un buen rato, él también preguntaba si tendrÃa posibilidades de trabajo en Europa, yo no tenÃa ni idea si yo misma iba a tener posibilidades de emigrar, no es que me encontrara en condiciones de dar consejos. Nos acompañó hasta un restaurante y dijo que volverÃa en un instante para comer juntos. En el restaurante hablaban solo ruso y el menú estaba en ruso. Después de unos instantes de incomunicación, el camarero nos invitó a marcharnos, el hombre desapareció. Me quedó siempre la duda de quién podrÃa haber sido o qué buscaba. TodavÃa conservo una Matrioshka que compré a un chico que me dio cita en una parada desierta del metro. Me contó que fabricaban las muñecas en su casa, no sé si era verdad, poco me interesaba, me interesaba conversar y comprender, todos tenÃamos el mismo hambre de vida y conocimiento. Trajo la Matrioshka en una bolsa de plástico blanca y la transacción se hizo, en dólares, a escondidas con un clima de pelÃcula de espÃas, todo ese lÃo por una simple muñeca. En un mercado popular cerca del hotel compré un neceser para uñas (todavÃa conservo una tijera), el puesto de los perfumes vendÃa fragancias dulzonas, siempre el mismo perfume que llevaban todas las mujeres. Durante el espectáculo vespertino el Bolshoi estaba repleto. Nos vendieron las entradas por la calle, todo era bastante ilegal, la gente se rebuscaba para subsistir. El teatro era magnÃfico, con pesados cortinajes de terciopelo que cerraban los palcos. En verdad hubiera preferido ver ballet, pero habÃa una ópera de Tchaikovski en ruso, claramente incomprensible. La gente vestÃa sus mejores prendas, ese era su momento de esparcimiento y diversión, me encantaba que les entusiasmara tanto ir al teatro a ver ópera a las cuatro de la tarde. No existÃan las publicidades en la ciudad, mucho menos los letreros luminosos, salvo por uno de Pepsi. Moscú entonces era un lugar original y distinto, estar allà en aquel momento fue magnÃfico para mà que allà no vivÃa, una postal de un lugar detenido en el tiempo llena de nostalgia, como quien aprecia los viejos coches de La Habana, pero no le gustarÃa tener uno. Quienes cantan el elogio a la Unión Soviética tal vez no hubieran apreciado vivir allÃ, en el baluarte del antiimperialismo, que era otra forma de imperialismo, sin libertad de palabra, que encarceló a sus intelectuales, escritores y pensadores sin la mÃnima piedad, de donde escaparon grandes artistas, deportistas y cientÃficos. TodavÃa no habÃa caÃdo el muro de BerlÃn. Tuve la suerte de conocer ese mundo antes y después del muro, cuando la aspiración era un pasaporte y la libertad de elegir, pensar y ser, mucho antes la globalización homogeneizadora. (Próxima entrega: después de la caÃda del muro)
- andreazurlo
Historias soviéticas, hilachas de recuerdos
Actualizado: 28 mar 2022