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andreazurlo

Historias soviéticas, hilachas de recuerdos

Actualizado: 28 mar 2022



Las imágenes de estos días de las filas de gente en Moscú delante de las tiendas me recordaron una ciudad que conocí hace muchos años, meses antes de la caída del muro de Berlín. Corría el año 1989 y emprendí mi primer viaje a Europa y mi primer viaje en avión con Aeroflot. La compañía soviética tenía vuelos económicos y, es sabido, a una cierta edad se soporta todo, incluso un vuelo largo, muy largo y muy incómodo, en un avión muy «espartano» con escasa autonomía de vuelo: Buenos Aires – Río de Janeiro – Fortaleza (cruce del océano con brindis con champagne ruso sobre el Ecuador, del que conservo todavía el vaso con emblema de hoz y martillo aladas) - Isla de Sal – Orán (Argelia) – Berlín Oriental y, por último Moscú. Todavía se fumaba en los aviones y el olor a tabaco ruso era muy fuerte. El vuelo incluía 4 días de estancia en Moscú antes de llegar a Madrid, el destino final. El hotel era un edificio anónimo donde una señora amable respondía a nuestras preguntas y decía que éramos libres de movernos por nuestra cuenta por dónde quisiéramos «Moskva is free» repetía. Los teléfonos eran unas cajas grises sin teclado, para llamar había que comunicarle a una operadora el número. El vuelo con estadía en Moscú formaba parte de la Perestroika de Gorbachov, un intento de apertura, al mundo y al turismo, para dar aire a la economía asfixiada de la URSS, y se acompañaba con otra reforma importante, la Glasnost, que buscaba una mayor transparencia y democratización. En verdad nos movíamos libremente en metro, bajando a las famosas y magníficas estaciones de la metropolitana de Moscú, contrariamente a la mayoría de los turistas que se movían en grupos organizados, no sueltos por ahí; yo usaba un pequeño vocabulario ruso con la fonética que me ayudaba en mi comunicación básica. Era una primavera de clima frío, pero agradable, que permitía sentarse al aire libre en la terraza del bar del hotel InterContinental. Apenas nos acomodamos llegaron algunos chicos locales de nuestra edad y se acercaron. Tenían acceso solamente a la terraza externa, no se les permitía entrar en el hall del hotel, hablaban un inglés comprensible y les encantaban nuestros Marlboro, hacían preguntas sobre «nuestro» mundo, insistían en comprar nuestros vaqueros, chaquetas Levis’ y zapatillas. Nosotros llegábamos de un país salido hacía pocos años de la dictadura y ellos vivían en un aislamiento tal que me hacían sentir libre y afortunada. En la Plaza Roja estacionaban personas que compraban dólares y pagaban altísimo el cambio; los famosos Almacenes GUM, allí cerca, eran un lugar gris, vacío, de luces amarillentas y viejos muebles de madera, donde se encontraban solamente sombreros y abrigos, además de uniformes militares. En esos días se preparaba la fiesta del primero de mayo y los rostros de Lenin, Engels y Marx dominaban la Plaza junto con un enorme cartel con escrito «Perestroika». La fila para ver la momia de Lenin era larguísima (y no entré), parecía increíble ver esa cantidad de gente, proveniente incluso de la parte asiática, formados en fila para rendirle homenaje. La comida callejera para los comunes mortales dejaba que desear: había dos gustos de helado, crema y vainilla, unos pequeños kioscos callejeros vendían una carne de sabor fuerte (tal vez de carnero) servida en medio de un trozo de pan, a la que se podía añadir cebolla y también cebolla, otros pequeños kioscos vendían unas pastas dulces fritas. Las filas para entrar a un bar y comer un trozo de pollo con las manos eran interminables y también para acceder a una espectacular, antigua y, entonces, decrepita sala de té, la «Perlov», con sus mesas redondas, Samovares y mujeres ancianas que tomaban el té. Me invade una sensación de algo vetusto y húmedo cuando pienso en ese lugar que actualmente es muy diferente y ha recuperado su antigua gloria y belleza. Únicamente los extranjeros podíamos entrar en los hoteles internacionales o en los restaurantes lujosos y vacíos de Arbatskaya, donde por un precio irrisorio se comía caviar y un exquisito salmón todo rociado con champagne. El Kremlin me cautivó por sus magníficas iglesias, jardines y edificios. Un ejemplo espléndido de arte, arquitectura y orfebrería, en total contraste con los barrios periféricos, a los que se llegaba siguiendo en el metro hasta el final del recorrido y donde la pobreza era evidente. La gente vivía en grandes edificios indiferentes y raramente hablaban otro idioma o deseaban comunicar con extranjeros. A la hora de salida del trabajo, en el metro, eran común ver hombres de expresión oscura con la botella de vodka oculta en una bolsa de papel marrón, bebiendo, aunque estuviera prohibido y hubiera por todas partes militares y policías. Para tomar un taxi bastaba con hacer un gesto y se detenían los autos privados que, por pocos rublos, te llevaban a cualquier parte. La gente tenía hambre de dólares y de occidente, los jóvenes de mi edad hacían muchas preguntas y querían saber si tenían posibilidades de hacer algo fuera de allí, soñaban con marcharse. Un día se nos acercó un hombre de mediana edad que hablaba un español casi perfecto, charlamos un buen rato, él también preguntaba si tendría posibilidades de trabajo en Europa, yo no tenía ni idea si yo misma iba a tener posibilidades de emigrar, no es que me encontrara en condiciones de dar consejos. Nos acompañó hasta un restaurante y dijo que volvería en un instante para comer juntos. En el restaurante hablaban solo ruso y el menú estaba en ruso. Después de unos instantes de incomunicación, el camarero nos invitó a marcharnos, el hombre desapareció. Me quedó siempre la duda de quién podría haber sido o qué buscaba. Todavía conservo una Matrioshka que compré a un chico que me dio cita en una parada desierta del metro. Me contó que fabricaban las muñecas en su casa, no sé si era verdad, poco me interesaba, me interesaba conversar y comprender, todos teníamos el mismo hambre de vida y conocimiento. Trajo la Matrioshka en una bolsa de plástico blanca y la transacción se hizo, en dólares, a escondidas con un clima de película de espías, todo ese lío por una simple muñeca. En un mercado popular cerca del hotel compré un neceser para uñas (todavía conservo una tijera), el puesto de los perfumes vendía fragancias dulzonas, siempre el mismo perfume que llevaban todas las mujeres. Durante el espectáculo vespertino el Bolshoi estaba repleto. Nos vendieron las entradas por la calle, todo era bastante ilegal, la gente se rebuscaba para subsistir. El teatro era magnífico, con pesados cortinajes de terciopelo que cerraban los palcos. En verdad hubiera preferido ver ballet, pero había una ópera de Tchaikovski en ruso, claramente incomprensible. La gente vestía sus mejores prendas, ese era su momento de esparcimiento y diversión, me encantaba que les entusiasmara tanto ir al teatro a ver ópera a las cuatro de la tarde. No existían las publicidades en la ciudad, mucho menos los letreros luminosos, salvo por uno de Pepsi. Moscú entonces era un lugar original y distinto, estar allí en aquel momento fue magnífico para mí que allí no vivía, una postal de un lugar detenido en el tiempo llena de nostalgia, como quien aprecia los viejos coches de La Habana, pero no le gustaría tener uno. Quienes cantan el elogio a la Unión Soviética tal vez no hubieran apreciado vivir allí, en el baluarte del antiimperialismo, que era otra forma de imperialismo, sin libertad de palabra, que encarceló a sus intelectuales, escritores y pensadores sin la mínima piedad, de donde escaparon grandes artistas, deportistas y científicos. Todavía no había caído el muro de Berlín. Tuve la suerte de conocer ese mundo antes y después del muro, cuando la aspiración era un pasaporte y la libertad de elegir, pensar y ser, mucho antes la globalización homogeneizadora. (Próxima entrega: después de la caída del muro)

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