Entre la superficie y la pálida arena de los fondos,
el niño que bucea, juega a ser pez
y roza con los dedos las estrellas marinas
que, levemente, se estremecen al recibir el primer beso
de su carne tibia.
El niño que bucea quiere vivir el mar desde dentro del mar,
quiere ser como el mar,
recoge láminas que sostuvieron perlas,
juega con los corales y busca anémonas azules
que enredan entre esponjas de quebradas sonrisas
en sus cientos de bocas silenciosas.
Aparta cilicios irisados, el niño que bucea,
en los que cantan peces de doradas y mínimas escamas;
luego, saluda a la morena que busca sus pestañas perdidas
y parece llorar, porque una vez sus lágrimas
se mezclaron con las aguas salinas, sin que nadie
escuchara el permanente balbuceo de su silente boca,
aquel que reclamaba compañía
para ese medio cuerpo malquerido.
Lleva en la mano un ramo de sargazos, el niño que bucea,
flores desconocidas para el aire se abrían a su paso,
hace espirales con las algas, igual que nebulosas
y así puede vestir de flores y armonías
la limpia espalda de la manta-raya.
El niño que bucea observa
los ojos tristes y llorosos de la cabra-roca
que descansa sus penas entre arenas,
pasa su mano por espinas que se apartan, ceden,
para dejar al descubierto el lomo cadmio,
esperando caricias que nadie concedió, que jamás tuvo.
En tanto, haces de sol penetran en las aguas
para alumbrar las briznas de cristales de cuarzo
que dormitan su eterno, inacabable tiempo de reposo
y, el niño que bucea, retoza entre medusas
cuyas membranas trasparentes
tiemblan y cambian de color ante el primer contacto;
así, los besos mórbidos de las aguamalas se depositan
en afectos de pieles blancas nunca conocidas.
El niño que bucea intenta respirar
como si fuera parte de ese mundo nuevo;
en su inocencia busca partículas de oxigeno
dentro del universo de sales y yodos azulados,
dice que no quiere salir, que quiere estar
en ese hogar acogedor y amable de silencios.
El niño que bucea,
se acerca a un pulpo solitario, taciturno y viejo
que le recoge entre sus brazos.
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