Cuando una decidía emigrar en los años noventa sencillamente se marchaba, sin mirar mucho hacia atrás. El único medio de comunicación eran las cartas (esas que se mandan por correo postal), y las costosas llamadas telefónicas una vez cada dos meses o para cumpleaños y fiestas. También era improbable recibir noticias sobre la situación política del país de origen, de vez en cuando se leía alguna información en la prensa o te enterabas de algo a través del noticiero.
En esas circunstancias, resultaba imposible vivir aislado de la nueva cultura, no abrazarla, no conocer las noticias, no hablar el idioma, no adaptarse, no integrarse. Está claro que para mí, que vengo de una familia italiana (y vivo en Italia), la cuestión fue mucho más sencilla de lo que puede ser para quienes emigran actualmente, ya que los lazos con el origen europeo son cada vez más lejanos.
Las nuevas herramientas de la información y la comunicación han cambiado todo esto, para bien y para mal, otorgando a las migraciones unas características particulares que las diferencian de los flujos de etapas anteriores. Quien emigra ya no deja atrás ni su país ni su familia ni cierra puertas. Los lleva consigo: los hijos se comunican varias veces por semana con sus padres para pedir consejos o para informar sobre los avances o retrocesos de su situación; las personas siguen conectadas con sus viejos amigos, hablando en su idioma, y a menudo no sienten la necesidad de interactuar con los locales, porque nunca están irremediablemente solos. Mucha gente sigue viviendo en su país sin estar allí, desconociendo todo o casi de su nuevo hogar, las costumbres, los vicios y las virtudes.
Emigrar no es sencillo ni es para todos.
Trasladarse físicamente de un lugar a otro no es emigrar, es establecerse en otro sitio sin transportar a ese lugar el espíritu, convirtiéndose en personas que viven añorando, con un pie en un lado y otro en el otro, que nunca terminan de adaptarse ni se integran ni se convierten en ciudadanos del nuevo país, ni consiguen volver al de origen, y quedan partidos por la mitad, arrastrando con ellos su bagaje cultural que, a veces, se transforma en un lastre.
No queda duda de que las nuevas tecnologías permiten la comunicación a distancia de forma sincrónica y regular, atenuándose así la separación física y afectiva de los familiares y la madre patria. Sin embargo, observo que, cada vez con mayor frecuencia, quien decide abandonar su tierra para buscar fortuna en otros sitios, no consigue abrir la mente, desprenderse y volar, algo necesario si se quiere voltear página o, sencillamente, enriquecerse con nuevas experiencias y conocimientos.
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