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andreazurlo

El Engaño


(Mención de honor III°  Concurso Internacional  de Poesía y Narrativa “Uniendo Fronteras  2011 del Instituto Cultural Latinoamericano)


Desde el primer instante en que uno comienza a engañarse, la vida se vuelve más tolerable, pero menos vida.

En verdad Margarita no escogió una fecha precisa para empezar a engañarse, le vino espontáneo junto con las desdichas y terminó por adoptarlo como su modus vivendi,para resistir a las adversidades. Margarita se las rebuscaba para subsistir con su trabajo en la oficina de correos, que le dejaba los dedos de tinta, de mucho poner sellos y la lengua pegada con la cola de los timbres y estampillas, porque nunca perdió la costumbre de usar su lengua en lugar de la almohadilla roja que muy amablemente la jefa le regaló para su cumpleaños.

La vida de Margarita transcurría entre su trabajo en la oficina de correos y las visitas a su tía, Josefa Martínez, una anciana eterna, chica y arrugada, que era su única pariente y de la que se ocupaba diariamente, con fría premura. La lavaba y le preparaba sopas de gallina y ajo que la vieja Josefa consideraba una panacea contra todos los males, aunque ahora estuviera tullida en una cama y el ajo le procurara solo una terrible halitosis.

Pese a las apariencias, existía en la vida de Margarita algo más que poner sellos y cuidar de su tía, algo que le permitía olvidarse de su fealdad innata en una época de bellos a toda costa, algo que le daba la fuerza necesaria para proseguir. Margarita disfrutaba de una vida secreta que nadie podía arrebatarle, de un amor oculto que le pertenecía absolutamente, de unas noches plenas de pasión que otras mujeres ni se soñaban y de esas miradas que conocía solo ella.

Era casi feliz.

El ínfimo apartamento de Margarita era un templo inaccesible, ella cuidaba que nadie lo profanara. Cuando entraba en su mundo finalmente se liberaba, olvidaba la oficina de correos y se convertía en otra persona. Su mundo no moraba solo entre las paredes de su casa, la acompañaba a todas partes, siguiéndola sigiloso, burlándose de quienes no lo percibían, de quienes se chocaban, sin notarlo, con esos magníficos personajes de aire que no eran más que el alma de seres reales e inalcanzables, que abandonaban sus cuerpos para morar en la quimera de Margarita, en su mundo perfecto donde todo era posible. Una infinita galería de vidas que ella hubiera vivido si la suya no hubiese sido tan insignificante, si no la hubieran condenado a esa insignificancia desde que soltó su primer llanto.

Uno de los primeros días del verano húmedo y caótico que se repetía por trigésima sexta vez en su vida, mientras ponía sellos, Margarita dio una ojeada a la portada de su Biblia pagana, la revista semanal dedicada a la farándula que constituía una fuente inagotable de noticias para su engaño. Allí encontró la foto de Antonio Figueroa, el amado galán de las telenovelas, su ficticio esposo de turno, con un titular escrito en letras rojas que anunciaba su inminente visita a la ciudad. Durante diez minutos Margarita quedó paralizada, ahí estaba el alma de él que se despedía y se alejaba para unirse con el cuerpo que, tal vez, estaba por emprender el viaje desde la capital. La cercanía de la presencia física verdadera de uno de sus sueños, el soportar que él respirara su mismo aire y ocupara un espacio físico tangible, escapando de ella para encarnarse en un ser humano, abandonando el lecho en el que cada noche se trenzaban en una lucha furibunda de amor y pasión que la dejaba extenuada, sudada y feliz, le propinó un duro golpe.

Margarita vivió como un infierno la noche de ese mismo día, pasó todo el tiempo dando vueltas en la cama, pensando en cómo resolver el grave problema que alteraba los delicados equilibrios de su mundo. En su mente se insinuó una idea loca: transformar su sueño en realidad y de presentarse ante quien consideraba efectivamente como su amante, para exigirle un reconocimiento oficial.

Al llegar el amanecer, Margarita se había convencido de que una oportunidad única le abría las puertas para ocupar el lugar que le correspondía y no la dejaría escapar. Durante el resto del día. Margarita se dedicó a tramar la forma de convertirse en un ser apetecible ante los ojos del hermoso Antonio, ella que no se distinguía de la más insignificante mujer de este mundo y que tenía como único mérito estético un sensual lunar en medio del pómulo derecho.

Después de deambular por diversas ideas, una frase iluminó su pensamiento y concluyó por transformarse en ley universal: "Una mujer no es hermosa porque así nace, sino porque tiene dinero para serlo". Esa conclusión no modificaba substancialmente su situación, ni aligeraba la pena de ser quién era, hasta que logró convencerse de que bastaba darse mañas para conseguir el dinero y transformarse en lo que siempre le fue negado.

Si sus cálculos eran exactos, faltaban 46 horas y treinta y cinco minutos para el anhelado encuentro con su amado Antonio. El tiempo era poco, pero haría lo imposible para que bastase, y sabía que él lo apreciaría. Esa misma tarde, en casa de la tía Josefa, puso la lengua en remojo dentro de un vaso con agua tibia, tratando de ablandar el pegamento y así poder hablar con la vieja, para pedirle la parte de la escasa herencia que le correspondería cuando la tía muriera.

—No abres nunca la boca y la vez que lo haces es para pedir —le recriminó la tía Josefa con voz gangosa y gastada—. ¡Por la plata baila el mono!

—Me corresponde —protestó Margarita—. Son tres pesos mugrientos, y las cuatro joyas locas te las devuelvo apenas termine de usarlas… Si las cosas van bien, irán bien para las dos —añadió para convencerla.

—No te esfuerces, porque no me convences, nada te puede ir bien, lo llevas escrito en la cara… y después de todo, si te fueras con mis cosas ¿quién me va a cuidar y a ayudar? Me arrojarán en una tumba antes de que me muera con tal de echarme de la casa. Soy vieja, ¡muy vieja!, te conviene tener un poco de paciencia y esperar a que me muera, seguro que falta poco —hizo una breve pausa para tomar aire y volvió a la carga— Además, ¿para qué te sirven "tres pesos locos"? ¿El sueldo no te alcanza? ¡Claro, si te lo gastas en porquerías y revistas! Tendrías que haberte buscado un marido y dejarte de tantas pamplinas, pero ya estás vieja para eso. Vieja y sola, no aprendiste nada, no aprendiste de mí, con tu edad pasártela mirando culebrones, encerrada en esa covacha de casa. No podías pretender elegir un marido, a veces hay que quedarse con el único que cae, hay que mirarse al espejo y aceptar lo que uno es.

—Nunca te pedí nada, ni dejé de atenderte ni de lavarte esos asquerosos huesos con piel que te quedan —replicó Margarita interrumpiendo el rosario de la tía, para luego cerrar la boca y no abrirla más hasta algo más tarde, cuando le dio a la vieja una última oportunidad de arrepentirse, antes de abrirla de lado a lado con un cuchillo, con un arte tal que la tía Josefa no llegó a darse cuenta de que ese borboteo de venas libres provenía de su propio cuerpo.

Con la apatía que le era característica, Margarita se dedicó a organizar escrupulosamente la escena del crimen, cuidando los detalles que debían servir para probar que la tía fue víctima de un ladrón y así ella quedaría ella libre de culpa y cargo, no sólo para la policía sino, sobre todo, para ella misma. Gracias a su habilidad para engañarse, Margarita llegaría seguramente a convencerse de que la realidad era distinta de la misma realidad.

Por la noche, en la soledad de su casa, Margarita lustró durante cuatro horas seguidas las joyas de la tía Josefa, el collar, los aros y la pulsera de oro pobre y enmohecido por el encierro, y contó cientos de veces el dinero que había encontrado distribuido entre las cacerolas de la cocina, enterrado en una maceta y cosido en la parte inferior del colchón. Lo contaba y lo volvía a contar con la ilusión de que se multiplicara, pero carecía de dotes milagrosas y decidió que lo que le faltara para el vestido lo tomaría prestado de la caja del correo. Era casi madrugada cuando se distendió sobre la cama, sin pesares ni remordimientos.

Antonio se había ido de viaje, no hablaron mucho antes de que él se marchara, fue uno de esos viajes imprevistos impuestos por su agente, ese inútil que ella pondría en su lugar apenas pusiera un pie en casa de Antonio. Con esta idea se sumergió en un sueño intenso y tranquilo.

Por la mañana del día previo al "gran día", Margarita durmió más de lo habitual para descansar su piel, y luego se bañó con leche para blanquearla y endulzarla, llegando tarde al trabajo, por primera vez en dieciocho años. Más tarde, también por primera vez, Margarita sorprendió a sus compañeras de oficina realizando un par de llamadas telefónicas: una para reservar un turno en el salón de belleza y la otra para pedir a la vecina de su tía que avisara a la vieja que ese día tal vez llegaría más tarde. Al final del día Margarita contó la recaudación y entregó sólo la mitad a su jefa, convencida de que ella no la controlaría hasta el día siguiente, y se encaminó hacia el salón de belleza.

Una vez allí, le restregaron las manos para disimular el color azulino de la tinta, le algodonaron los cabellos agregándole mechones de pelo natural sacado de vaya a saber dónde, le depilaron con miel y azúcar el vello del rostro y de todo el cuerpo hasta dejarla lisa como una bola de billar, le afinaron las cejas, le engrosaron los labios, le agrandaron los ojos, le disimularon la nariz con sombras y luces, y le remarcaron el lunar de la mejilla. Cuando terminaron de esculpirla el resultado no era excitante, pero ella no conseguía reconocerse en el espejo, viéndose renacer como una belleza resplandeciente.

En una boutique del centro compró un traje rosa estrechísimo y zapatos de tacón alto con una pulsera que le abrazaba el tobillo y una bolsa nueva para reemplazar la vieja bolsa plástica color verde rana. Luego volvió a su casa sin pasar por lo de la tía Josefa y encontró a un par de señores que la esperaban junto a la puerta de entrada del edificio. Uno estaba vestido con uniforme de policía y el otro era amarillo y seco y olía a tabaco y café.

—¿SeñoritaMargarita Martínez? - preguntó el hombre amarillo-nicotina.

Ella se limitó a un cuidadoso gesto afirmativo con la cabeza para no arruinar el peinado y el lápiz labial.

—Soy el inspector Petri y debo darle una noticia lamentable —el colorete en las mejillas de Margarita se diluyó y su lunar perdió el negro encendido.

—Creo que será mejor que nos acomodemos en su casa —dijo el hombre invitándola a entrar.

Ella se movió como un robot. Subieron en silencio en el ascensor hasta el décimo piso y entraron en el minúsculo mundo de Margarita que sentía su intimidad violada por los dos extraños a los que dejó parados en la diminuta entrada, para evitar que husmearan en su casa, mientras que ella se sentó con cara de velorio de frente a ellos, dejándoles de pie contra la puerta, desde donde observaban estupefactos ese mundo ficticio, lleno de cachivaches, que se asomaba por la puerta lateral que conducía a la sala-dormitorio-cocina. Las fotos de personajes famosos tapizaban las paredes, las velas de colores se erguían en un altar pagano, los candelabros de oro desteñido dejaban entrever el plástico de sus almas, y las plantas y flores, reales y artificiales, sofocaban de verde intenso y rojos, amarillos y violetas la atmósfera cargada de sensaciones irreales.

—Su tía, la SeñoraJosefa Martínez fue asesinada —dijo el inspector Petri con voz acongojada.

Margarita quedó pasmada como si la noticia fuera una novedad inaudita. ¿Quién podría asesinar a una anciana dulce como su tía?, se preguntó mientras pasaba del estado pétreo, del estupor, a una sincera desesperación que conmovió a los hombres.

—¿Pero cómo? —preguntó finalmente con voz minúscula y afligida.

—Alguien entró a robar, alguien que sabía dónde su tía escondía las cosas de valor, porque no hurgó demasiado —respondió el policía en uniforme.

—Ella no conocía a nadie, ni tenía nada… ¿dónde está?

—En la morgue del hospital. Sabemos que será doloroso para usted, pero necesitamos que venga a identificarla, es su única pariente.

Margarita los acompañó sumida en una inmensa pena, se sentía miserable. No se daba paz ante la cruel suerte de la tía, su único pariente. No comprendía cómo una persona podía ser tan vil y desalmada como para asesinar a una anciana indefensa. Cuando le presentaron el cuerpo de la tía Josefa, Margarita no pudo evitar que un ligero quejido escapara de entre sus labios, se tambaleó y entrecerró los ojos, sin llegar a cerrarlos por temor a que las pestañas postizas se le pegaran al párpado inferior.

La tía Josefa parecía de cera, estaba más huesuda que de costumbre, porque se le escurrió toda la sangre, y presentaba un costurón que cerraba la herida mortal que le recorría el cuerpo de punta a punta.

—Era un experto —sentenció el médico forense—. Creo que la señora no llegó a darse cuenta de lo que le sucedía - agregó observando con compasión a Margarita.

Margarita pasó la noche sentada en una silla, inmóvil para no arruinarse más de lo que se había arruinado con la desgracia de su tía, que justo debía suceder en un momento tan importante de su vida. Al igual que cada noche, besó la foto de Antonio Figueroa, un poco menos apasionadamente para no arruinar la línea perfecta que le dibujaba los labios y se despidió de él hasta el día siguiente.

A las seis y media comenzó a vestirse con parsimonia, como una novia el día del matrimonio. Se enfundó en el traje que le levantaba las nalgas caídas, le achicaba la cintura ancha y le inflaba los senos chatos. Se adornó con las joyas de la tía Josefa y se calzó los zapatos vertiginosos. Una hora después estaba lista y ya tenía preparada la maleta (que más tarde sería el mayor elemento de curiosidad para Petri). Esa mañana no iría a trabajar, aunque nada hubiera informado, ya no necesitaría de ese trabajo pobre y monótono, y, además, no tenía tiempo, se marcharía con Antonio muy pronto, aunque antes le quedaba dedicarse al funeral y al entierro de la tía Josefa.

Margarita esperó de pie, para no arrugarse el vestido, a que las campanas de la Iglesia dieran las ocho y media. Sabía que a las diez Antonio se presentaría en el hall del hotel para encandilar a sus admiradoras, que lo acariciarían con las miradas, deseándolo, y él les regalaría durante unos instantes alguna que otra sonrisa de compromiso; en ese preciso momento, Margarita se abalanzaría sobre él y lo conduciría con ella a la suite y él, finalmente, descubriría que había pasado toda su vida esperando ese instante bendito y, desarmado de amor, enceguecería ante su luminosa belleza.

Margarita se disponía a salir de su casa de paloma cuando un estruendo de sirenas resonó en la calle. Asomándose a la ventana, Margarita vio los diminutos autos de la policía y las luces de juguete girando enloquecidas y, poco después, oyó unos nudillos anónimos que golpeaban a la puerta de su apartamento y una voz que le ordenaba abrir.

El inspector Petri llegó a ver los zapatos con tacones vertiginosos que se desprendían del alféizar de la ventana y, al asomarse, Margarita no era más que una mancha diminuta sobre el suelo.

Para ella, el vuelo fue largo. Estaba tranquila, porque sabía que nada le sucedería, allí estaba su Antonio que la esperaba con los brazos abiertos, entre los que caería como sobre un colchón de plumas.

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