Si lo hubiera sabido, me habría dedicado a fabricar relojes.
Albert Einstein
Nobuko se asoma a la ventana. Las luces del alba apenas iluminan el valle y una brisa ligera refresca el calor de agosto. Desde su casa en la colina, Nobuko divisa el perfil bajo de la ciudad y, más allá, algunos edificios sumergidos en una bruma temprana que deja intuir el recodo plateado del río. Ese será un día memorable para ella, poco más tarde recibirá en su hogar a Saito-san, uno de los personajes más destacados de la ciudad, y a sus dos pequeñas hijas.
Desde la muerte prematura de su esposa, Saito-san cuida todos los detalles fundamentales de la educación de las niñas, y honró a Nobuko escogiéndola personalmente para que las aloje en su casa en las colinas que rodean Hiroshima, lejos de la guerra.
Con gracia Nobuko se arrodilla sobre el tatami y apoya sobre la mesa la vajilla con la que más tarde recibirá a su invitado. En esos días, el dolor de la guerra, la muerte de su único hijo y de su marido, se le aliviaron pensando en la llegada de las niñas. “Las guerras son cosas de hombres que las mujeres no comprenden”, le repetía su esposo. Es probable, ella comprende solo el dolor que provocan, los lutos, la carestía, la tristeza, los huérfanos. Hoy Nobuko siente una alegría tenue, se dice que cuidará de las niñas como una madre y las educará como se debe. Entre tanto, saca de un tatoushi un precioso kimono de seda decorado con un dibujo de hilos de oro y plata que reproduce un patrón de flores y pájaros. En otro envoltorio similar descansa el magnífico obi. Nobuko lucirá su kimono para recibir a Saito-san, desea que las niñas admiren su pequeño tesoro.
Son apenas las siete de una mañana luminosa. Nobuko piensa que sobra el tiempo, se vestirá con calma y preparará un modesto agasajo para su huésped.
El Enola Gay vuela desde hace más de seis horas cuando entra en Japón para encontrarse con los otros B-29 que lo acompañarán en su misión. Durante el viaje, el Capitán de la Armada, William Parsons, arma la bomba, ya que se ha desactivado para minimizar el riesgo de explosión durante el despegue. Su asistente, el segundo Teniente Morris Jeppson, quita los dispositivos de seguridad treinta minutos antes de llegar al objetivo.
Antes de las ocho, Nobuko se termina de lavar y se pone un kimono de casa para comenzar con sus tareas domésticas, mientras tararea una melodía suave entre los labios apretados. Ofrecerá a Saito-san la ceremonia del té, aunque la penuria de alimentos consienta un Kaiseki aún más frugal, y el té sea de un tipo solo y muy aguado. Por cierto, sabe que Saito-san apreciará igualmente su gesto de agradecimiento. Un hombre viudo con dos hijas necesita una ayuda y las niñas precisan una figura femenina que les brinde afecto y las eduque, que las cobije y les limpie las narices.
A las ocho y un cuarto la bomba Little Boy es arrojada sobre Hiroshima, y alcanza en cincuenta y cinco segundos la altura determinada para su explosión, aproximadamente seiscientos metros sobre la ciudad. Debido a unos vientos laterales falla el blanco principal, el puente Aioi, por casi doscientos cuarenta y cuatro metros, detonando justo encima de la Clínica quirúrgica de Shima. La temperatura se eleva a más de un millón de grados centígrados, lo que incendia el aire circundante, creando una bola de fuego de unos doscientos cincuenta y seis metros de diámetro. En menos de un segundo la bola se expande a doscientos setenta y cuatro metros.
Un fuerte temblor sacude la casa de Nobuko. Un estruendo, un ruido sordo, el rugido de un monstruo milenario sediento de sangre y destrucción. De repente los vidrios de las ventanas se desmenuzan y salen proyectados con fuerza y los cuencos de raku ruedan sobre el tatami. Ella apenas atina a cubrirse el rostro con las manos, un calor enorme la abrasa desde dentro y, con desesperación, trata de quitarse las ropas que se adhieren a su piel.
Robert Lewis, copiloto del bombardero dice: “Dios mío, ¿que hemos hecho?” con dos ojos grandes que reflejan el horror del infierno desatado bajo las alas de su avión.
Hay vidrios por doquier, la vajilla sobre el suelo, su piel cortada, lacerada, quemada, un alarido de terror anudado en su garganta muda. A través de sus párpados hinchados, Nobuko entrevé una niebla densa que envuelve la ciudad, atravesada por el destello terrible de un lanzallamas, un calor insoportable quema el aire.
La mujer ya no es ella, percibe la hoguera entre las casas y edificios, la perversa nube negra que deglute el mundo. Ella ignora qué sucede, pero algo le dice que Saito-san y las niñas ya no llegarán. Tantea su camino en medio del caos y resbala desesperada fuera de su casa, dejándose caer sobre un trozo de hierba, buscando la humedad evaporada del rocío nocturno, revolcándose para apagar el infierno que nace de sus vísceras.
Las guerras son cosas de hombres que las mujeres no comprenden, piensa ella llorando, ahora sin lágrimas ni ojos, cayendo en un hueco de eternidad que, con crueldad lenta, la carcome.
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