A mis genes
Sentado en el banco habitual, con la maleta ajada de inútil espera a sus pies, Luigi sacó el reloj de bolsillo con un gesto ampuloso. Eran las once y media: la hora de la nueva vida. Su amigo Nicola decía que siempre hay que recordar los momentos importantes, y él llevaría escrita esa hora por siempre, con tinta indeleble, porque allí, en ese momento, comenzaba una nueva existencia.
Su amigo también le comentó que, por aquellos pagos, bastaba poco para que a uno lo bautizaran de nuevo. Era cierto. Apenas desembarcó en el puerto de Buenos Aires, un señor de bigotes oscuros y pelo de escoba asomándole por debajo del gorro del uniforme le escribió en el documento «Luis Chelini», sin querer oír explicaciones, y así quedó anulado «Luigi Celini», para sí mismo y para la posteridad.
La ciudad enorme se extendía ante él llena de ruidos ficticios y extraños a su quieta llanura de niebla. Sabía que le esperaba un largo viaje, y que no iba a ser tarea sencilla encontrar a los parientes y amigos desperdigados y de paradero incierto que partieron sin destino antes que él.
Comenzó su peregrinar en un tren que se alejaba de la ciudad entre chirridos metálicos y devoraba tapiales bajos y descoloridos, marchando entre las casuchas pobres que surgían a los costados de la vía, rodeadas de gallinas que picoteaban tranquilas antes de la cacerola. A medida que avanzaban, las construcciones se desvanecieron en el paisaje ahogadas en un verde sin límites, cada tanto quebrado por un manojo de árboles urgentes, mientras que una pequeña humanidad dejaba sembradas miradas expectantes desde las ventanillas del tren.
La locomotora amainó su marcha al llegar a Rosario y, desde allí, Luigi prosiguió su viaje en un barco perezoso, oxidado y doliente, que se arrastraba por el Paraná, un río de aguas marrones saturado de verdor y de mosquitos voraces. En ese barco conoció a unos fulanos de mala fama: uno que llamaban “Chango”, y que tendría unos diecinueve años, pero al que ya le despuntaba en la cara la vida acuchillada dos puertos más adelante; el “Gordo”, que yacía desparramado sobre dos sillas, sin poder mover su mole inmensa y grasienta; y otro, sin palabra ni apodo, que llevaba un cigarrillo apagado pegado al labio y que estafaba a los pasajeros con los naipes. Luigi se les adosó esperando compañía y ellos lo aceptaron para usarlo en sus trabajos criminales.
Un día de lluvia intensa, después de haber echado anclas en Asunción, el Chango y el mudo insistieron para llevarlo con ellos y enseñarle el arte de la sobrevivencia: robar y escaparse a toda prisa hacia el barco sin que nadie los advirtiera. Claro que Luigi ignoraba lo que querían hacer y apenas les entendía cuado le hablaban. Viéndolo tan joven e inocente, el Capitán le evitó una muerte prematura. Lo hizo detener por uno de los mozos y dejó que los otros dos se fueran. El Chango quedó tirado en el barro, acuchillado por los hampones de la zona.
Entonces, el Capitán lo mandó donde el inglés que talaba árboles y daba un pedazo de tierra para sembrar algodón y labrarse un futuro. Ganaría para enviarle dinero a su familia y también para volver a su tierra y casarse. Con los años el Chango, el Gordo y el mudo sin apodo se convertirían solo en otro recuerdo, otra anécdota, como todas las que contaba Nicola en las noches de invierno, con su voz quebrada de vejez y nostalgia juvenil.
Había pasado el medio día cuando Luigi sacó de nuevo el reloj de bolsillo. El sol confuso y otoñal rompía las nubes golpeando sobre sus ojos ancianos, que ya no distinguían la figura del barco alejándose. Levantó con esfuerzo ese cuerpo cada día más ajeno y pesado, y alzó la maleta que no conocía otro destino más que un muelle del que nunca partió. Las miradas de los trabajadores del puerto oscilaban entre la compasión de los más ancianos y la sonrisa irónica de los más jóvenes.
Mientras emprendía lentamente el camino hacia casa, Luigi se volvió para despedirse hasta el día siguiente de ese mar que arrastró lejos sus sueños y jamás se los devolvió, y oyó la voz del guardián que lo perseguía flotando en el aire con la pregunta diaria:
— ¿Dónde fuimos hoy, Luigi?
—A ningún lado... sin pasaje.