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  • andreazurlo

Final del juego



Decían que había sucedido al amanecer, cuando los árboles se iluminan de púrpura y las ranas silencian su canto en la zanja. Juan recibió la noticia con su habitual sonrisa burlona y comenzó a vestirse con el traje negro lustroso y la camisa blanca de percal almidonada. Silbaba bajito para que los vecinos no lo oyeran, porque en esas ocasiones todos condescendían a apagar las radios y un silencio cargado tomaba el lugar de los cantantes de cumbia.

Una llovizna perezosa empezó a ablandar la tierra de las calles. Juan se encaminó lentamente hacia la casa de Ana, con las manos en los bolsillos y casi en puntas de pie para no embarrarse; no llevaba prisa, el finado seguro que no se escaparía.

La casa de Ana estaba sumergida en una nube de mocosos bulliciosos, de esas que en los barrios pobres surgen por doquier, numerosos y molestos como moscas. Varios vecinos estaban amontonados en el zaguán estrecho, sofocados por el calor y la humedad, espantando los mosquitos que la zanja escupía generosa y turnándose contra las paredes. Al verlo llegar se abrieron sin decir palabra.

El olor a flores invadía la casa sofocando el aire en cascadas de dulzura. Juan se aflojó el nudo de la corbata. Ese perfume dulzón le producía nausea y el sudor le corría copioso desde el cabello partido en medio hasta la barbilla del rostro aindiado. En la penumbra del dormitorio, a través de la puerta entreabierta, se podía distinguir un cuerpo yaciendo en la cama.

En la sala, la llegada de Ana provocó una brecha de silencio. El seno de nodriza se le escapaba por el escote del vestido negro y casto y las caderas anchas marcaban un ritmo alegre; en las manos llevaba la bandeja del café, servido en el juego de loza de las grandes ocasiones.

—¿Qué haces por acá? —Ana se enfrentó a Juan sin rodeos y con aire melancólico, los ojos hinchados por otros llantos, que él no llegaría nunca a comprender.

Juan apoyó la mano sobre la cintura de ella y sintió el temblor de su cuerpo. Ana recordó los presagios de la curandera Angélica leídos en la borra del café y pensó en ese secreto que hubiera querido gritarle en la cara, pero se dijo que ahora era tarde: quienes creen en la magia saben que el destino es inexorable.

—Te vengo a dar el pésame.

La atención de los vecinos se concentró en ellos. Él tomó una taza de café, rozando con dedos ligeros el busto generoso que Ana ofrecía sobre la bandeja. Ella se alejó sin abrir la boca, dejando a Juan con la nostalgia de abandonar a una mujer de carnes tan abundantes y blancas entre las que se siempre se perdió con placer.

Hacia la medianoche el velatorio se animó. La mayoría de los parientes dormía en los rincones y los vecinos aprovecharon para adueñarse de la escena, preparando refrigerios en la cocina con aire jovial de fiesta dominguera. Las viejas del barrio se daban el turno en el cabezal del muerto. Lloriqueaban un rato pensando en la telenovela de la tarde, murmuraban un rezo y secaban al muerto las perlas de sudor que le bañaban la frente.

— ¡Qué pena dejar a una mujer así! —exclamó Juan que fumaba un cigarrillo en el patio—. A las viudas hay que huirles, se ponen melancólicas, quieren un marido para que las alimente, te casan ¡y después te hacen los cuernos como al difunto!

— Me parece que se te está yendo la mano —le reprochó Serafín, su amigo de timba, que en ese instante notó con curiosidad que las agujas del reloj de Juan corrían más rápido, adelgazando las horas.

— El finado se lo merecía, le pegaba… pero ahora el desgraciado va a mirar las margaritas creciendo desde abajo….—Juan echó una ojeada alrededor observando las botellas vacías amontonadas en esqueletos de alambre en el patio, las tazas desperdigadas por todas partes, las colillas de cigarrillos que tapizaban el piso de tierra, las flores adormeciéndose en los jarrones y la expresión divertida de quienes todavía estaban presentes; dio unos golpecitos sobre la tapa del ataúd que esperaba sin impacientarse, apoyado contra una pared—,pero le hicieron un bonito velatorio, como Dios manda, ¿no?

— No sé cómo mandará Dios, pero en tu lugar me iría...es un consejo de amigo… si aún te queda alguno.

Alrededor de las cuatro de la mañana empezaron a mermar las presencias.

Juan estaba sentado en una silla en la sala, solo. Mágicamente la gente se había diluido. Notó movimientos de urgencia desproporcionada en el dormitorio, cambios de postura en los pocos que aún quedaban en el zaguán, una cierta incomodidad que se tradujo en pasos rápidos alejándose por la calle abandonada por la noche. También Serafín había desaparecido con una última mirada compasiva. Juan sintió que lo asaltaba una ansiedad absurda y pensó que era mejor emprender la retirada, no sin antes pasar a ver al muerto y saludar por vez última a Ana.

Abrió la puerta del dormitorio con cautela y se encontró con el rostro sudado del muerto que lo esperaba allí, de pie. Otros hombres, unos seis o siete, lo observaban sonriendo socarronamente. Sus vecinos del barrio. Juan oyó claramente el vuelo de una falda quejumbrosa revoloteando en la otra habitación y unas pisadas veloces que se alejaban por el zaguán.

Uno de los hombres le puso al cuello una corona de flores mustias con una banda que decía: “A Juan, siempre te recordaremos, tus vecinos”. Una luz iluminó la mente de Juan, fue como si se hubiera acercado con lentes de aumento a la realidad de ese momento. Quiso articular una palabra, quiso decirle al difunto, con su típico tono chistoso, que le alegraba verlo en buena salud, pero los hombres raramente soportan grandes intensidades. Sintió las lágrimas que le quemaban la cara y las agujas de su reloj aceleraron aún más su vertiginosa marcha. Juan pensó en disculparse, pero bien sabía que los propósitos de enmienda son inútiles y sólo tuvo tiempo para intuir que le tocaría ver crecer las margaritas desde abajo, mientras entre risotadas alguien le preguntaba si le gustó su velatorio.

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