Se encontraron casualmente en aquella esquina de baldosas irregulares y, de inmediato, se reconocieron. Caminaron despreocupados por una calle desierta, en silencio, percibiendo la mutua presencia. Ella mantenía una distancia decorosa, si bien la conducta distante del extranjero la atraía. La barrera lingüística añadía un halo de misterio a ese hombre de origen indefinido y mirada que sabía a nieve, a bosque, a musgo fresco.
Al llegar a la estación él se detuvo y con un gesto le indicó un corredor de luces tenues, sofocado por la atmósfera aceitosa del ferrocarril. Ella se dejó envolver con delicadeza, en un abrazo ahogado, que duró pocos segundos de pasión extrema.
Lo miró a los ojos y descubrió un universo reflejado en su iris de hielo. Fue solo eso, un instante. El desconocido la soltó y ella lo vio alejarse veloz por al andén, con una mirada triste de eternidad, hasta que él comenzó a derretirse, desleírse, desaparecer sobre el suelo, un ser translúcido que nunca había existido. Incrédula, corrió hacia él que ya era un charco goteando sobre los rieles.