Por algún lado silbaban orquestas de fuegos artificiales.
“Feliz año nuevo”, pensó.
No había nada ni nadie a su alrededor, un desierto absoluto; sin embargo, podía intuir el ruido de las botellas descorchándose por doquier, ese estallido espumoso que acompaña las burbujas y es el preludio del brindis y de las sonrisas. Botellas baratas o caras, de sidra o champaña. Bastaba con festejar, con colmar el pecho de esperanzas, porque el año próximo sería mejor. Pero él, ¿él qué podía festejar?
Pirotecnias y risas.
Viejo, solo y miserable.
Se sentó sobre una pila de ladrillos y escombros abandonados por ahí, la cabeza casi calva abrazada entre las manos ásperas y temblorosas. En su rostro, la muerte de los pómulos denunciaba el hambre de las noches pasadas a pan y sopa aguachenta. A estas alturas se le habían secado hasta las lágrimas, no le quedaba ni el llanto para arroparse. Una vida de trabajo honrado, un hombre honesto que nunca robó, y ahora el premio en la vejez eran unos pesos mugrientos de jubilación, que no le alcanzaban ni para comprar aspirinas, mucho menos para las otras medicinas, o para cambiar los anteojos que llevaba remendados con un trozo de cinta adhesiva en la patilla.
Una vida de trabajo honrado, ¿para qué? Para terminar sus días parado en una esquina, abriendo y cerrando las puertas de los taxis, recibiendo como recompensa una vez una mirada piadosa y una moneda de limosna, y otras veces la indiferencia que le recordaba su condición inexistente, su condición de paria e intocable, su pecado de ser viejo y pobre.
Nadie parecía intuir en su aspecto lo que él fue, nadie se detenía un instante a observar y entrever ese hombre joven y lleno de esperanzas, una persona decente y amable. Nadie veía más allá de sus arrugas y de su paso incierto, ni de su tos exasperada por la falta de cuidados. Micaela siempre se sintió orgullosa de él, aunque le hubiera ofrecido una vida humilde, aunque hubieran pasado malos momentos y malas rachas, ajustando cada vez más el cinturón, persiguiendo por las tiendas las rebajas a mitad de precio, cayendo en el pozo sinfín por donde caía el país entero.
Observó sus zapatos. Eran los únicos que le quedaban, sin embargo todavía estaban buenos, él sabía cuidar de sus zapatos. Se los sacó y los acomodó en un lugar bien a la vista. El modelo era antiguo, pero bien podrían servir a alguien, a algún otro viejo como él. Seguramente servirían a alguien. En la pobreza nada se desprecia, todo es útil, no existe lo superfluo ni lo indeseable, se llega al hueso de la existencia, desnudos de arneses y de hipocresías, piel y huesos, comiendo migajas de solidaridad que aligeran las consciencias, desesperación sudada por cada poro, impotencia. La filantropía y la misantropía dejan de ser antónimos y se confunden despistadas por el odio y las diferencias sociales exacerbadas.
“Una vejez digna”. Una frase de políticos, mentirosos y ladrones.
Él era viejo, solamente viejo, y la dignidad era un vestido que le cosían encima como un eslogan cuando convenía, un hombre sándwich que paseaba el mensaje para el beneficio de otros, que eran siempre los mismos creadores de engaños.
“Una pobreza digna”. Una frase que puede decir sólo aquel que no es pobre, el que se permite tirar a la basura medio pan porque está duro, el que cambia el auto por uno más grande y vistoso, el que soborna y se deja sobornar, regodeándose en su oro, mientras los otros muerden el polvo y la mierda.
Inundado de pensamientos se puso de pie y empezó a desvestirse, lentamente. Llevaba el traje de las grandes ocasiones, el mismo de siempre, aquel que evocaba su cuerpo más joven, cayéndole en holguras por todas partes.
Más que tristeza sentía una profunda frustración, una gran rabia por haber tirado sus días por la ventana. Los suyos y los de Micaela, que lo dejó con esa expresión de terror en los ojos, sin entender por qué el dolor tiene que ser tan grande y arrollador, por qué no existe la piedad y uno termina convirtiéndose en un trapo viejo e inútil, en un andrajo. Lo invadía la rabia ante la injusticia de esa sociedad, de esa gente sorda, de ese egoísmo absoluto. Lo enfurecía haberse convertido en un ser transparente, sin derecho a existir, que no pudo ni comprar un poco de alivio para el dolor que se llevó a su mujer. Mientras que él quedó allí, con su tos seca, agradeciendo que aún podía permitirse dormir bajo las estrellas de ese cielo húmedo y opresivo, ahora que también le habían echado de su última morada sin derecho al pataleo por no pagar el alquiler, la que se convertiría en un “loft” de lujo, como le explicó el arquitecto, trajeado y lustroso.
La arena de la playa bañada por el río aún conservaba el calor del día.
Terminó de acomodar sus pertenencias, apoyándolas sobre una hoja de periódico que encontró vagando por allí. Plegó con esmero la camisa blanca de cuello percudido, dobló el pantalón gris y la chaqueta, puso las medias negras dentro de los zapatos. Sabía que, apenas el sol despuntara, sus ropas serían contendidas por buitres y leones, con ferocidad; era la ley, era justo que así fuera, le dejaba una sensación de utilidad, al menos mañana alguien podría vestirse.
Caminó con paso cansino los pocos metros que lo separaban del río, tropezó un par de veces con el cansancio de sus años antes de que sus pies pudieran sentir el agua. Un reflejo de luna regaba con un tenue resplandor la tierra. A lo lejos se veían las luces de la ciudad, sus rascacielos, y también las luces urgentes de los autos que atravesaban el puente sobre el río. Él no necesitaba la luz, reconocía el paisaje de memoria, ese río ancho de aguas marrones fue su único mar, su único viaje.
No obstante el calor pesado y húmedo, tiritaba con un frío interior intenso. Entró lentamente hasta la cintura sintiendo los pies que se hundían en el fondo barroso.
El agua le llegó a los hombros. Pocos pasos más allá no haría pie y el fondo del río oscuro se hundiría excavado por el caudal impetuoso. Ya podía sentir la corriente que lo empujaba, la corriente que conducía al mar, en un viaje largo, a muchos kilómetros de distancia. Tampoco esta vez él llegaría al mar, seguro que se encallaría enredado entre los camalotes, acariciado por sus tentáculos verdes.
Se extendió con los brazos abiertos. Cerró los ojos y esperó en paz a que el río hiciera su trabajo.
“Feliz año nuevo”, pensó.