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andreazurlo

Dos microrrelatos con un mismo inicio



Hangares

El hombre no hablaba español, pero infundía respeto o temor, tal vez por su notable corpulencia y el candor de sus cabellos. Llegó a la ciudad promocionando sus hangares. Vendía hangares plegables de última generación, fruto de la experiencia europea en las artes bélicas acumulada a raíz del último conflicto. En verdad, nadie comprendía claramente ni lo que decía ni la utilidad de sus hangares plegables, con todo, su modo de decirlo, con autoridad y elegancia, convenció a los coroneles y generales sobre la utilidad de la empresa por el bien y la seguridad de la Patria.

Se invirtieron ingentes capitales en la fábrica, la cual se montó según los planos precisos del hombre, cuyo apellido ninguno de los jerarcas era capaz de pronunciar. Respetaron sus órdenes al dedillo, mientras crecía la expectativa por ver la obra magnífica de la alta tecnología europea, sueca o finlandesa, no importaba, en la que decenas de obreros trabajaban día y noche con afán.

El día de la inauguración el Presidente lucía sus mejores galas y el pecho de los coroneles y generales resplandecía con medallas de inútiles guerras. La prensa esgrimía sus cámaras fotográficas listas para disparar. Después de la larga y fervorosa arenga del Coronel, el hombre pronunció un discurso muy sentido que nadie comprendió.

Cuando finalmente cayó el telón para descubrir la obra, quedaron todos boquiabiertos: ante ellos se erguía una abominable estructura metálica surgida de una pesadilla, inservible y gigantesca, de la que despuntaban, retorcidos, los bombarderos, otrora joyas de la aviación nacional.

El hombre comenzó a reírse como un loco, se plegaba en dos sacudido por las carcajadas y no hubo forma de calmarlo. Tampoco dejó de reírse frente al pelotón de fusilamiento.

Un instante

El hombre no hablaba español. Su aspecto casi inocente, álgido, y discreto, ocultaba una realidad compleja e inimaginable que ella ignoraba, enmascarada por la amabilidad de su parco trato.

Se encontraron, casualmente, en aquella esquina de baldosas irregulares y, de inmediato, se reconocieron. Caminaron despreocupados por una calle desierta, en silencio, percibiendo la mutua presencia. Ella mantenía una distancia decorosa, si bien la conducta distante del hombre sin duda la atraía. La barrera lingüística añadía un halo de misterio a ese hombre de origen indefinido y mirada que sabía a nieve, a bosque, a musgo fresco.

Entonces él se detuvo y con un gesto le indicó un zaguán de luces tenues, sofocado por la humedad primaveral de una hiedra. Ella se dejó empujar con delicadeza contra una pared en un abrazo ahogado, extremo.

La miró a los ojos y ella descubrió un universo reflejado en su iris de hielo. Fue solo eso, un instante. El desconocido la soltó y ella quedó allí, sorprendida, abrazada por la hiedra que lentamente la envolvía, mientras él se disolvía en agua límpida con los últimos rayos de sol.

Tal vez hubiera sido distinta la vida si se hubieran conocido un día antes, o tan solo un instante antes de abandonarse a la deriva en el río de aguas oscuras.

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