Es sorprendente con cuanta tenacidad crece la ignorancia. Hay quienes han hecho un apostolado de la antieducación y lanzan críticas feroces contra cualquiera que esté realmente capacitado, como si la improvisación fuera la mejor forma de gobierno, pareciera que, por ser ignorante, uno es más digno de imprimirse en la frente la certificación de honesto. Un ignorante es solo un ignorante, su voluntario desconocimiento no lo hace ni más honesto ni más hábil ni lo sitúa más cerca del sentir popular.
No cabe duda de que Internet actúa como caja de resonancia de este nuevo oscurantismo, poniendo un lápiz en la mano de quienes no tienen ni idea ni saber, pero se adjudican el derecho de decir lo que piensan, por más que piensen mal y poco.
La imagen cobra fuerza sobre la palabra y se utiliza como vehículo para mofarse, para exhibir con orgullo el acoso entre estudiantes e incluso el acoso sexual, para acaparar un instante de atención, cinco minutos de esporádica fama.
Los ídolos actuales no son personas con una probada cultura y capacidad labrada en años de estudio que se desea imitar para superarse, no (el saber se intuye como algo aburrido y elitario). En este triunfo de lo grosero y lo trivial cualquiera se convierte en "ídolo", toda una sarta de personajes que se imponen como ideales de vivir sin hacer nada útil, una idea de apariencia que destruye cualquier razonable expectativa de ser.
Prevalece en esta alabanza del analfabetismo cultural un espíritu populista que ve en el desconocimiento, en el insulto, en la relajación de los comportamientos alguna virtud que me resulta misteriosa.
Y lo más triste es que esta glorificación del ser ignorante es voluntaria. De esta manera todo pierde peso, comenzando por la educación y el conocer, dos elementos que cuesta tiempo y esfuerzo desarrollar, que requieren también la participación de los padres, más entretenidos en sacar fotos y ponerlas en las redes que en educar a sus hijos.
Jactarse de la propia ignorancia me parece un insulto a lo que construimos en siglos de historia y que, ahora, estamos desmontando con gran velocidad, ladrillo a ladrillo, con la implacable rapidez de la destrucción.
El problema es la facilidad con la cual se extiende esta plaga, superando fronteras e idiomas, porque la justificación de no todos somos así, es cómoda y no revierte la situación, ni cambia el enfoque de quien aprovecha de esa ignorancia en su propio beneficio. Este guiso con sabor acre que estamos cocinando carece de sueños, patrocina solo una revolución contra el saber, una justificación para respaldar la comodidad de ser ignorantes y de prepararnos para que alguien, tarde o temprano, nos maneje como títeres y se haga cargo de nuestras ideas.