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andreazurlo

Sábanas



Se le entreveraban entre las piernas. Sentía el tacto suave que la envolvía y no podía dejar de retorcerse para aplacar esa sensación molesta. No estaban solas: el cubrecamas pesado las aplastaba contra su cuerpo desnudo. Ella continuaba agitándose en un duermevela angustiado entre esas sábanas que se movían casi con vida propia y que subían por su espalda, suscitándole un escalofrío.

Finalmente consiguió abrir los ojos, aunque la envolvió la oscuridad de la habitación. Unos pocos puntos de luz se colaban por la persiana, sin conseguir delinear el dormitorio que conocía de memoria. Quiso estirar el brazo para encender la lámpara. El brazo le pesaba y la mano yacía aferrada por la muñeca, aplastada contra su cuerpo. Decidió calmarse y pensar que no sucedía nada anormal, nada extraño: eran solamente sábanas. Respiró profundamente y la suave tela de raso le tapó la nariz. Ahora jadeaba quedamente por la boca, para no ahogarse. Intentó mover la cabeza y un trozo de tela se le pegó sobre los ojos. La que le cubría la nariz aflojó un poco, como para engañarla. No, pensó, No es posible. Si pudiera rodar y caer de la cama sería más fácil desenroscarme. Durante un tiempo mental indefinido, que pudo haber sido un segundo o una vida en su reloj desesperado, se contorsionó y luchó por caer de la cama, sintiendo su cuerpo cada vez más inmóvil. El sudor brotó por sus poros, cómplice, y la tela de raso se pegoteó sobre su piel con espíritu de babosa.

Cansada, dejó de moverse. Y de respirar. La encontraron días después, casi momificada, abrazada por sus exquisitas sábanas de raso.


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