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andreazurlo

Doña Carmencita y sus ardores de circo



El "saltador" se le apareció delante de improviso, justo mientras ella estaba pasando por enfrente del carro descolorido y destartalado donde él vivía. Fue un instante. Fueron dos segundos intensos, llenos de una mirada inagotable, que dejaron a doña Carmencita García Salgán con el estómago alborotado.

Ella lo notó mientras miraba el espectáculo desde su palco. Era el que brincaba más alto de los "Tres hermanos saltadores mejicanos" que hacían piruetas en el aire y rebotaban como langostas sobre una cama elástica. Doña Carmencita no se perdió ninguno de sus movimientos armoniosos y observó detenidamente cada uno de sus músculos que la malla ajustada resaltaba: extensión-contracción. Equilibrio perfecto. Entre saltos mortales y volteretas se les cruzaron por primera vez las miradas y ya no las pudieron desatar. Doña Carmencita abandonó el circo, con íntima reluctancia, del brazo de su marido, el doctor García Salgán, seguidos por sus tres hijas, Luna, Sol y Nieves, acicaladas de domingo como paquetes de regalo y aún con el brillo del caramelo y el blanco de los copos de azúcar pegados en los labios.

Esa noche, mientras dormía, doña Carmencita soñó que brincaba copulando con su "saltador mejicano", lo que la perturbó considerablemente, siendo por educación y usanza una mujer de sólidos principios morales, siempre dispuesta a sofocar sus instintos y pasiones. Ese sueño la llenó de calor, le hizo arder los labios, le abrasó la piel. Se despertó sacudiéndose en un deleite que nunca antes probara en manos del fláccido y desparramado doctor García Salgán que roncaba a su lado sin pudores. Doña Carmencita no volvió a dormir. Se levantó varias veces de su cama para mirarse al espejo del tocador y notó que ahora le brillaban los ojos, su piel relucía con delicadas gotas de sudor, sus cuarenta años se le hacían más ligeros y los senos se le inflaban de nuevo como frutas blancas que maduraban con un calor secreto.

A la mañana siguiente, con la excusa de haber perdido una pulsera en el circo, allí se fue doña Carmencita sin un objetivo preciso. Una mujer sobre zancos la condujo hasta la pista para que hablara con el Director. La luz del día rompía el hechizo nocturno y el circo era sólo un terreno lodoso, con una triste tienda verde y roja, rodeada de caravanas y de carros pobres, con gente que ensayaba sus números sin gran exaltación, sin las sonrisas de la noche, ni las lentejuelas ni el maquillaje pesado. El Director estaba parado en el centro de la pista, el sudor le caía copioso por el rostro y formaba pequeñas cascadas en los montículos de sus numerosos lunares. Olía a elefante, a paja seca y a humedad. Cerca de él, un malabarista dejaba caer las clavas sobre el suelo, y un mozo de pista aplastaba a la contorsionista para ayudarla a entrar en una cajita poco más grande que un alhajero. Mientras explicaba el asunto de la pulsera al Director, doña Carmencita revoloteaba sus ojos redondos y astutos en la búsqueda inútil de "Miguel el saltador".

Una vez fuera de la tienda, mientras esquivaba charcos en el barro general que todo lo cubría, escoltada por una enano servicial, quizá el más alegre de la compañía, el caso o el destino quiso que nuevamente se le tropiecen los ojos con los de Miguel, que conversaba sin entusiasmo con el payaso. Doña Carmencita sonrió con gentileza al payaso, quien se levantó el sombrero en un saludo galante, y miró de soslayo los ojos oscuros de Miguel que le regalaban su mirada cálida y viril.

Dos días pasaron desde entonces hasta aquella mañana que doña Carmencita nunca olvidaría, cuando el enano entró en su tienda de mercería seguido por Miguel, el saltador, forrado en una chaqueta desgastada de twid que le donaba un aire menos imponente y más humano.

—Somos del circo –dijo el enano dirigiéndose a Rosita, la dependienta– y buscamos a la señora que perdió la pulsera.

Rosita obvió al enano y miró con gusto a Miguel, casi como si pudiera ver lo que esa chaqueta ocultaba, y llamó a doña Carmencita, quien los recibió en la trastienda.

—Gentil dama, tenemos buenas noticias para usted –dijo el enano con reverencia y gracia rebuscada, ostentando una voz más alta que su anatomía.

Miguel, el saltador, parecía acobardado, la mirada le languidecía y se balanceaba incómodo sobre la tierra firme, lejos de su triple salto mortal.

—¿Es esta su pulsera? –preguntó Miguel y abrió la mano para mostrar a doña Carmencita una cadena delgada de metal amarillento.

En el rostro de doña Carmencita se instaló una mueca perpleja al oír la voz del saltador, pequeña y gangosa, falsa como un truco de ventrílocuo del enano; sin embargo, el recuerdo de su sueño no admitía desilusiones.

Doña Carmencita permaneció en silencio evaluando la respuesta. Nunca supuso que su plan se haría realidad y que alguna vez tendría que haber tomado una decisión tan importante en un tiempo tan infinitamente breve, condensado en un adverbio: sí o no.

¿Cómo podía tomar semejante decisión en unos pocos segundos?, se preguntó. ¿Continuaría vendiendo botones toda su vida en ese pueblo muerto y olvidado? ¿Seguiría huyendo de su hogar con la mente, mientras preparaba pasteles para una estrella, un satélite y un fenómeno atmosférico, insaciables y voraces como su padre? ¿Era posible tirar todo por la ventana por un completo desconocido? ¿Era justo soportar a ese marido impuesto por su madre, mantecoso e insípido, religioso y conservador, aburrido y melancólico? No desperdiciaría más su vida, quería ver otros lugares, quería sentir otras sensaciones, quería que se le ericen los pelos de la espalda.

Las sensaciones no se hicieron esperar y el pelo se le erizó por mucho tiempo en el carro del saltador donde Carmencita se trasladó una vez que Miguel desalojó a sus hermanos, quienes se mudaron a la caravana del enano que, después de todo, ocupaba poco espacio.

Ahora, a Carmencita la edad se le volvió casi adolescente, los ojos se le llenaron de resplandores y lágrimas y los pechos le explotaron en el sostén. Ambos quedaron atrapados dentro de una telaraña de placeres.

A Miguel no le interesaba la edad de doña Carmencita, a ella no le interesaba el escaso porvenir de él, si bien, en pocos años, Miguel dejaría de saltar a causa de la artritis y se limitaría a limpiar la jaula de las fieras, hasta una trágica mañana, de muchos años después, que le caería como un alivio. En ese instante contaba sólo ese instante, ese minuto, ese calor interminable, esa excitación eléctrica que contagiaron hasta a los animales enjaulados.

El doctor García Salgán fue a buscar a su esposa con la policía, sufriendo por su apellido pisoteado, pero Carmencita no aceptó desacoplarse de su amante, ni abandonar el circo. Su marido también probó llevándole a sus hijas, Sol, Luna y Nieves, pero la madre se limitó a decirles que la vida es una sola y que es mejor aprovecharla antes de ser cadáver. Como último recurso, el doctor García Salgán probó llevando a su suegra, pero sólo logró que Carmencita se vengara de la madre y con gusto le mostrara por la ventana diez posiciones eróticas que había aprendido.

El destino vagabundo de los circos los llevó por todo el país. La vida no era fácil. Era incómoda y sucia. Los malhumores entre los componentes de la troupe eran frecuentes. El Director le dejaba olor a elefante a la mujer del trapecista, hasta que el marido traicionado no soportó más y se dejó caer en medio de la pista en el espectáculo de las ocho y de él quedó solo una mancha roja por recuerdo. Los payasos, a fuerza de bofetadas y mamporros, se detestaban vivamente y, cada tanto, se trenzaban y daban de cachiporrazos hasta quedar exánimes en medio del serrín.

Los hermanos de Miguel trataron varias veces de desembarazarse de é y le corrían la cama elástica mientras ensayaba, porque decían que desde que estaba con Carmencita la vida misma se le había concentrado en el sexo y por ahí se le escapaba. El enano sufría de melancolía desde la muerte de su chimpancé. Carmencita empezaba a sentir de nuevo el peso de los años, las uñas rotas, el trabajo duro, la escoba en la mano para pelear con el barro, la hornilla en la que cocinar una sopa pobre, los remiendos en la malla de Miguel, cada vez más agujereada… y luego la artritis y las fieras y el olor a bosta…

—No –respondió doña Carmencita sin pensarlo más–, esa no es mi pulsera- y sintió que algo se le rompía dentro, definitivamente, pero, después de todo, vida hay una sola.

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