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andreazurlo

El Tarotista



Se dice que entró al pueblo durante la noche, acompañado por un lobo manso.

Por decir se dicen muchas cosas, porque nadie vio nunca el lobo, y parece ser que era sólo un perro pulgoso.

El hombre traía fama de mago. De la noche a la mañana su rancho apareció como un espejismo al final del pueblo, al final de esa única calle de adoquines embarrados, a los pies del monte que se cerraba en verdes y olía a tala y sudor. Nadie en el pueblo conocía su nombre y, como era de pocas palabras, lo apodaron “Nomás”, puesto que cada vez que uno le preguntaba “¿Cómo va don?”, él respondía “Así nomás”.

Era flaco y alto, con el rostro excavado por desesperanzas, y fumaba sin cesar unos cigarros de chala que se liaba él mismo, y que rellenaba con cualquier porquería que encontrara a mano.

Los miércoles y jueves, los días de mercado, iba a la plaza Libertad, el punto de reunión del pueblo, donde se erguían la Iglesia, la Municipalidad y la Escuela, tres edificios coloniales que emanaban decrepitud y humedad. Don Nomás extendía su poncho sobre el suelo y se sentaba en silencio sobre los adoquines, y ahí quedaba, bajo la intemperie, sol y lluvia, y barajaba naipes, con su mirada vacía, perdida en tinieblas lejanas.

La primera en acercársele de entre las mujeres del pueblo fue la curiosa de Anselma, que no podía con su genio y tenía que meter sus narices en la vida de todos.

—Me disculpe don Nomás, ¿anda queriendo jugar con naipes? Mire que el comisario prohibió la timba fuera de horario y en lugar público.

—Se siente, que le tiro las cartas -respondió Nomás con un gesto de la cabeza.

Anselma no se hizo rogar. Ignoraba que era eso de tirar las cartas y conocía sólo el empacho, el mal de ojo, y las plegarias del librito de la Cruz de Caravaca que servía para curar hasta el dolor de muelas, pero la idea del jueguito con las cartas la tentó.

Don Nomás comenzó a barajar los naipes, hizo que Anselma cortara dos veces y los dispuso en pirámide sobre su poncho.

Las comadres se amontonaron curiosas en una esquina. Anselma era una de las pocas que quedaban para marido y cuchicheaba muy arrimadita al Nomás. Cuando concluyó, él recogió los naipes del poncho, y Anselma se levantó de un salto y se fue corriendo, pasando entre las comadres como si fueran de vidrio, huyendo con cara de espanto, susurrando: “¡Sabe todo, es el mismo diablo!”

La fama del Nomás se extendió rápidamente por la zona y, salvo por el cura que exhortaba a sus fieles a abandonar la brujería, todo el pueblo y los pueblos aledaños parecían apreciar el arte adivinatorio de la baraja del Nomás, que ni cobraba por sus servicios y se conformaba con el pan del día y el caldo de pollo de la noche.

Al caer la tarde, don Nomás cerraba la puerta de su rancho con tranca y se sentaba en el catre con la escopeta apuntando hacia la entrada. Entonces la soledad de su choza se inundaba de fantasmas y los recuerdos lo azotaban, sentía que cargaba encima la vida de cien personas, tanto le pesaba la suya.

Aquella noche, sin embargo, don Nomás entendió que su vida ya casi se había extinguido, y, por primera vez en muchos años, apoyó la escopeta contra la pared y se echó a dormir, y durmió profundamente después de una eternidad de desvelos. Soñó con una casa grande y una mujer joven, y se vio a sí mismo corriendo de rodillas, con la Muerte del tarot francés de la tía Hermelinda siguiéndolo de cerca. “Es una buena carta”, insistía la tía en un susurro, “anticipa grandes cambios”. Así había sido, ¡otra que grandes cambios! Y a ella y a su tarot Nomás debía el haberse rebuscado la vida durante todos esos siglos que parecían milenios o años que parecían siglos, o minutos eternos.

“La vida”, decía el Nomás, “la vida se acabó en aquel día”.

“Los Amantes invertidos”, dijo la tía Hermelinda. “No, no”, repetía sacudiendo la cabeza blanca y sabia de vidente, la última de su estirpe, que murió virgen y se llevó su pureza y su sabiduría a pudrirse bajo tierra.

El Nomás se encogía de hombros ante las cartas, porque el futuro se labra a mano y, además, la mujer lo prefería a él, porque él era el maestro, porque los demás eran lo que eran, el marido incluido… Pero, aquella noche, la poesía no le sirvió para salvarla. La sangre le mojaba el cabello azabache y la piel blanca de su seno desnudo, la noche le cerró los ojos, una eternidad se interpuso entre los Amantes…

No supo cuando entró. Lo despertó el cañón frío apoyado sobre su torso desnudo y escuálido.

—¿Te dejaste de esconder?

El Nomás abrió los ojos con dificultad. La luz de un encendedor muy cerca de su rostro lo enceguecía.

—¡Por fin! Hace quince años que te espero -susurró Nomás.

—Esperabas que todo se hubiera olvidado, ¿verdad? -respondió el otro con voz recia y sonora.

Nomás chasqueó la lengua y entornó los ojos.

—Don Esteban no olvida tan fácil -dijo el hombre robusto en mangas de camisa-. Te redujiste a pura piel y huesos, una porquería inhumana, una basura.

—Ya ni nombre me queda. Esperaba que acabara, sabía que acabaría, ¡para qué alimentar un cadáver!- exclamó el Nomás.

—¡Te lo dijeron las cartas!- rió el otro una corta carcajada seca.

Nomás ensayó una sonrisa desdentada.

—¡Al carajo! Ya sé que estoy soñando de nuevo.

Se giró en el catre, de espaldas, y cerró los ojos.

Al día siguiente todo el pueblo hablaba de ese escopetazo , de esa detonación inexplicable en medio de la noche, y tendrían argumento suficiente para entretenerse durante una semana.

Mientras tanto, en una esquina de la Plaza Libertad, sentando sobre el poncho, Nomás barajaba los naipes, oía hablar las comadres y continuaba su sueño.

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