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andreazurlo

Los Cautivos (tercera parte)



Al retornar Souza a su casa, el sueño del amanecer envolvía el pueblo y ya nadie buscaba. Souza se encerró en la alcoba y se extendió vestido como estaba sobre la cama, hundiendo la nariz entre las sábanas que aún olían a colonia dulce y a piel sudada. Durmió un sueño turbulento durante muchas horas, soñando con gitanos y ciénagas y con un monstruo de cuatro cabezas, y con Juliet, que le recitaba poesías junto al oído, entretanto que el Padre Humberto los rociaba con agua bendita que, al tocarles la piel desnuda, se volvía verde y gelatinosa, una piel de ciénaga.

La lluvia ya no arrasaba el aire cuando el Cabo Pereira decidió entrar en la habitación. Un hombre con las ropas sucias y las botas embarradas aún puestas dormía enredado entre las sábanas bordadas con puntillas. Avergonzado, hizo la venia y dijo con voz no muy firme:

—¡Cabo Pereira, señor!

Ante la falta de reacción del otro, el Cabo Pereira decidió acercarse para sentir si respiraba. Le puso la cara cerca de la nariz y esperó a que exhalara el aire, en la puerta de la habitación se agolpaban los criados curiosos.

—¿Quién es usted? -exclamó Souza abriendo los ojos y tomando por sorpresa al Cabo Pereira, que de un salto se puso rígido e hizo la venia nuevamente.

—¡Cabo Pereira, señor Soza!

—Me llamo Souza, cabo -dijo Souza incorporándose, ignorando cuánto tiempo estuvo durmiendo-. ¿Cualquiera puede entrar en mi habitación, Juana? -preguntó ofuscado a la única de las criadas que no intentó escaparse y se quedó parada en el vano de la puerta, sin temer la ira del nuevo patrón.

—Fui yo quien dio la orden -una voz avanzó desde el corredor y fue seguida por un cuerpo bajo y ancho, que soportaba el peso de una cabeza imponente-. Sargento Pereira, un placer.

Souza se restregó la cara con las manos. Por un instante pensó que continuaba dentro del sueño y que los dos hombres que tenía frente a él eran un juego de espejos del tiempo, una retrospección del pasado y del poco alentador porvenir. Se trataba del Sargento Pereira y de su hijo, el Cabo Pereira, que constituían la autoridad policial, cuerpo de bomberos y guarnición militar de Agua Chica.

—No es educado despertar a la gente de este modo, pero durmió más de un día y no respondía a la puerta. Se podrá imaginar que no íbamos a esperar eternamente a que usted se despertara– explicó Pereira padre, indicando a su hijo que cerrara la puerta.- Estamos trabajando duro…

— Sí, sí -masculló Souza acariciándose la barba que le cubría el mentón, se olía que emanaba la fetidez de aguas estancadas y de arrabal que tanto aborrecía -. ¿Saben algo de la señora Sindwall?

—Lamentablemente, no…Pensábamos que usted nos podría decir algo para facilitarnos el trabajo. Aquí cuando uno desaparece sin dejar rastros queda sólo esperar a que la ciénaga lo devuelva – comentó el Sargento Pereira, con la mirada fija en el lazo negro de seda apoyado sobre la mesa de noche.

—Juliet conocía bien la zona, es absurdo pensar que pudo caerse en la ciénaga -dijo Souza, siempre sentado en el borde de la cama, aferrando la sábana.

—La ciénaga es un ser vivo que se agranda y se achica a su antojo, como un pulmón, no basta con conocerla– respondió el Sargento Pereira acercándose con paso pesado hasta la ventana angosta -. Linda casa, rara pero linda -comentó volviéndose a mirar al cabo Pereira, quien asintió con un gesto vehemente de su cabeza, enorme e imponente como la de su padre.- Y si a uno lo arrojan en la ciénaga, conocerla le sirve de poco.

—¿Insinúa que la mataron…? – preguntó Souza poniéndose de pie con urgencia -. ¡Fueron esos cuatro tarados…los Peña-Peña, ellos estaban allí cuando la fui a buscar! -estalló Souza arrimándose a la ventana donde estaba parado el Sargento Pereira, mientras apoya la frente contra la pared revestida de un papel lleno de floripondios desvaídos.

—Ellos declaran lo mismo de usted -respondió con frialdad el Sargento Pereira.

En ese instante Souza comprendió que venían a buscarlo, y sabía que tenía que agradecer al cielo si ya no le habían preparado un cadalso a la medida, erigido sobre la declaración de cuatro idiotas y quizá de una vieja criada desmemoriada.

Le dieron el tiempo para asearse en la bañera de la señora. Por largo rato, hasta acabar con la paciencia del Sargento Pereira, Souza permaneció flotando en el agua perfumada de azahares, absorto en un pensamiento vacío. Cuando lo llevaron caminando hasta la jefatura, se unió a ellos una larga procesión de gentes que cuchicheaban originando un zumbido inhumano, similar al de las moscas.

— Este es un pueblo de gente tranquila y honesta – afirmó el Sargento Pereira durante el trayecto y sus palabras le evocaron vagamente a don Anselmo -, aquí los problemas los trajeron siempre los extranjeros. Primero fue el francés que deshonró a la hija de un gitano y después se hizo el gallo. Quería marcharse y llevársela con él, pero terminó acuchillado en la ciénaga; el Sindwall cuando andaba por el pueblo estaba siempre borracho, o si no se iba al mercado de Asunción y andaba por los prostíbulos donde se llenaba de pestes, y se comenta que, aprovechando sus ausencias, la inglesa atraía a los mozos del campo a su casa… No es por criticar a los muertos pero… esa mujer era un verdadero demonio, ¿no?

Souza no abrió la boca y se negó a hacerlo hasta que no tuviera un abogado defensor, lo cual era difícil de conseguir en Agua Chica, como así también un juez que lo juzgara, que llegaría desde la capital.

Un tiempo lento resbalaba entre los barrotes de la celda de la cárcel deshabitada que no tardó en convertirse en el mundo de Souza, y que él pobló con el fantasma de Juliet y con sus recuerdos lejanos, hasta transformarla en una realidad doméstica y acogedora.

Las hojas terminaron de abandonar los árboles, mientras el aire seguía enfriándose y pasaba a través de los ladrillos húmedos de la celda.

Luego de un largo vía crucis con su conciencia y con su esposa (como él mismo confesó a Souza), el doctor Piña decidió finalmente constituirse como abogado defensor del portugués. En una de esas mañanas grises de un invierno de frío inusual en esa zona de clima templado, el doctor Piña le explicó a Souza que la burocracia era lenta, que los jueces eran pocos, pero que, sin embargo, mandarían uno especialmente para él, debía armarse de paciencia y esperar.

— El juez se enfermó -comentó el doctor Piña envuelto en el traje negro de mangas lustrosas y con una bufanda de vicuña marrón enroscada en el cuello, sin que su aliento formara nubes de vapor al encontrarse con el aire helado de la celda -. Es cuestión de tiempo, tardará algún que otro mes en llegar, pero no se impaciente, antes o después de la cárcel se sale…

— La cuestión es cómo se sale – respondió Souza, emanando nubes de vapor que eran la única señal que le recordaba que aún estaba vivo.

Florecieron los capullos y el verde volvió a poseer las plantas; el aire se llenó del cantos de los pájaros y del zumbido de los insectos; las moscas resurgieron molesats y perseguían a las personas. El doctor Piña entró en la cárcel en compañía de su harem de moscas, mientras las espantaba con la mano para que no le entren en la boca que exhibía la sonrisa de quien trae buenas noticias.

— Es posible que el juez llegue el mes próximo, si las lluvias lo permiten…, pero lo más importante es que dos de los hermanos Peña-Peña dicen que nunca lo vieron cerca de la ciénaga con la señora juliet, pero los otros dos insisten en que sí, que quizá, que tal vez, y se quedan mirando embobados al Sargento Pereira que está perdiendo la paciencia…es más, ya empiezan a dudar de haber estado en la ciénaga, y la señora Peña salió diciendo que sus hijos nunca llegaron tan lejos por sí solos, ellos nunca estuvieron en la ciénaga -Souza apenas si sonrió ante la noticia, y quedó masticando pensativo una de las moscas de Piña que se le había metido en la boca cuando intentó abrirla. Ya se había acostumbrado también a eso.

Con el calor intenso del verano, las cucarachas y los cascarudos apestaron la celda para salvarse del diluvio que ahogaba las calles fangosas de Agua Chica. Los remolinos de agua marrón y los ríos de vida efímera no tardaron en filtrarse por el suelo de baldosas rotas de la cárcel y en los pies de Souza que rebosaban de reuma. Al terminar las lluvias del verano, la ciénaga desbordó devolviendo el cuerpo de una mujer que todavía tenía enganchada, entre los dedos esqueléticos, una foto desvaída de Juliet.

Con el ánimo limpio y el clima seco, la gente recuperaró la memoria, o quizá recuperaró el alma como las fotos después de pasar por un baño de revelado.

Juana declaró que nunca vio a Souza irse aquella mañana con la patrona. Los cuatro hermanos Peña-Peña se pusieron de acuerdo en que no vieron a Souza con la señora Sindwall y afirmaron que nunca jamás habían llegado hasta la ciénaga. De tal forma, se instauró de nuevo la paz entre los cuatro hermanos que volvieron a compartir en armonía el mismo sillón desde donde contemplaban amaneceres y ocasos.

El juez, sin haberse movido de la capital, dio por cerrado el caso.

En una ceremonia solemne en la puerta de la cárcel, el Sargento Pereira declaró ante el pueblo de Agua Chica que se había tratado de un accidente fatal: Juliet Sindwall intentó recuperar esa foto, caída sobre la superficie traidora de lo que parecía tierra firme, y terminó ahogándose en la ciénaga.

— El señor Souza es un hombre honrado que puede tomar nuevamente posesión de sus tierras – declaró el Sargento Pereira palmeando el hombro de Souza con vehemencia. El portugués miró a su alrededor las caras sonrientes de las gentes de Agua Chica, allí estaban el notario Piña, el Cabo Pereira, el Padre Augusto y, detrás de su cámara fotográfica de fuelle, el viejo Anselmo, y Juana y las otras criadas y rostros, rostros, rostros que se desvanecieron de su mente tan pronto como les dio la espalda.

Un desamparo absoluto habitaba ahora la mirada de Souza. Parado ante su casa, notó los ladrillos rojos cubiertos de un musgo verde y las hierbas que crecían altas por todas partes. Entre las tejas levantadas del techo crecieron unos yuyos oscuros con aspecto de buitres que esperan el último estertor, el desplome total del moribundo. Algunas puertas y ventanas habían desaparecido, dejando huecos mudos y ciegos en la fachada del edificio. Unos escasos objetos sobrevivieron al saqueo del interior de su casa que, según le explicaron, fue obra de los gitanos, quienes, obviamente, también se llevaron las vacas y todos los animales del corral. La propiedad de Souza se reducía a unos pastizales vacíos y a una caja de ladrillos coronada de chimeneas.

La tierra del otoño estaba seca y se agrietaba en heridas que recordaban el sexo de una mujer que espera ser fecundada. Souza miró a su alrededor y trató de recordar si alguna vez había llegado a Agua Chica, no le quedaba nada que le recordara quién era, habían desaparecido hasta los baúles con sus pertenencias y con ellos se evaporaron cuarenta años de su vida. Ahora Souza poseía sólo lo que llevaba puesto y sus pies reumáticos que no podrían conducirlo muy lejos, y ya tampoco existía un tren que se detuviera en Agua Chica, si algunas vez lo hubo.

Hilario Souza Gómes pasó los dos primeros días de libertad luchando por despertar de un sueño que lo enmarañaba, hasta que juntó fuerzas para ir a visitar la tumba de Juliet que reposaba junto a su marido. El polvo seco cubría el nombre mal escrito sobre la piedra, "Julieta Singuol".

Entre los sauces, al margen de la ciénaga, el viejo Anselmo sacaba fotos.

— ¿Vino a visitar a la pobre Julieta, don Souza? -preguntó don Anselmo detrás de su cámara fotográfica-. Parece mentira el destino de las personas, ¿no? Terminaron los dos reposando aquí. Eh, sí, así estaba escrito. Lamento mucho lo de su casa, pero esos gitanos no tienen compasión ni de un hombre inocente que está en la cárcel. ¿Está pensando en marcharse?

—Tal vez sí, tal vez no- respondió Souza, en su cara demacrada la nariz pendía como un pimiento marchito.

— Tengo un recuerdo para que se lleve en caso de que consiga irse de alguna manera -sonrió el viejo Anselmo con una sonrisa desdentada de gitano bajo la lluvia. El viejo rebuscó en el bolsillo de su pantalón, como si se tratara de un prestidigitador preparándose para sorprender a su público con un truco, y extrajo una foto, un retrato de Juliete -. La guardé para usted. Pensé que le gustaría conservarla -dijo al tiempo que extendía la mano hacia Souza, pero la foto cayó accidentalmente de su mano temblorosa.

Souza recogió la foto al vuelo, sin despegar los pies de donde se hallaba parado. Esta vez era él quien sonreía con un mueca cáustica, y arrojó la foto en dirección a la ciénaga. El viejo Anselmo se abalanzó para atraparla. Indiferente, Souza observó al viejo hundirse silencioso en la ciénaga que amaba fotografiar, arrastrando consigo la vieja cámara fotográfica, sus recuerdos y un sueño llamado Agua Chica. El portugués se fue cuando ya no se veían ni los pelos del viejo Anselmo a ras de la tierra que lo devoró.

Souza ignoraba que ya no habría más nadie que pudiera recoger la vieja cámara fotográfica que la ciénaga devolvería con las próximas lluvias; ni tampoco imaginaba entonces que regaló una historia a los gitanos, aquella leyenda sobre un anciano portugués que rondaba la zona, perseguido por el zumbido de las moscas y masticaba una curiosa historia sobre un pueblo hecho de sueños y fotos, al que nunca llegó.

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