Juliet y Souza pasaron el resto del día recorriendo los campos a caballo. Juliet le presentó a los peones, a la servidumbre y a los vecinos más cercanos, los Peña-Peña, dos primos hermanos que se casaron contra el consejo de los familiares y trajeron al mundo cuatro hijos mongoloides de edad indescifrable, que pasaban el día apretujados en un sillón de la galería, desde donde miraban crecer las plantas y morir los ocasos.
Con las primeras sombras de la noche, Juliet y Souza cenaron en el comedor principal. La mesa estaba adornada con los candelabros de plata que poco después irían a descansar dentro de los baúles, al igual que la porcelana de Wedgewood con escenas de caza, y las copas de cristal de Amberes. La casa comenzaba a desnudarse de la presencia de Juliet. Unas marcas más claras delimitaban los espacios que hasta hacía pocas horas habían estado ocupados por sus cuadros y sus recuerdos. El espejo del comedor reflejaba la figura de ella que se había soltado la trenza, desplegando un reflejo de hoguera invernal por el aire saturado del olor dulce del pot-pourry. Souza observó a su alrededor con una cierta melancolía el desvanecerse de esa mujer que le hizo pensar que ella era el único motivo por el que llegó a Agua Chica, y ocupó mentalmente los espacios vacíos con sus propios recuerdos africanos y asiáticos, pensando que eran poco adecuados para una casa invadida por un anglicismo desmesurado.
—¿Le molesta que le pregunte por qué enterró a su marido aquí y no en el cementerio?
—No somos católicos, pero el Padre Humberto exigía la conversión de John para dejarme enterrarlo entre los demás muertos decentes, mientras el pobre John agonizaba inconsciente.
—¿Una larga agonía?
— ¿Vio esas flores en la ventana de don Anselmo? Fue allí donde John se dejó el pellejo; estaba tratando de atrapar la cotorra de don Anselmo que se le había escapado de la jaula y cayó de la escalera golpeándose la cabeza contra la ventana…duró dos días sin abrir los ojos.
—Lo lamento -dijo él mientras sorbía el café -, sé que no son asuntos míos, pero ¿no cree que está tirando veinte años de su vida por la ventana yéndose de aquí?
—Si me quedo desperdiciaría lo que me resta. Vine por John que me prometió una vida mejor... Venir aquí fue la única forma para que él pudiera abandonar el trabajo en la mina. Si John no hubiera muerto por culpa de la cotorra, lo habría hecho diez años antes con los pulmones destruidos por la mina de carbón…, pero al final me abandonó en medio de este pueblo y de esta gente, justo cuando estábamos preparándonos para marcharnos.
—¿Qué encuentra de malo en la gente de este pueblo? Parecen amables y… -Souza comenzó a descender con la mirada por el escote de Juliet, que ahora era generoso y amplio, y terminó olvidando lo que acababa de preguntar.
— No lo sé, aún no lo comprendo, tal vez nada en particular; en ocasiones es como si no estuvieran, pero estando presentes… -y al advertir los ojos de Souza fijos en su escote pronunciando, se puso de pie, se acercó a él y, sin decir más nada, lo condujo escaleras arriba.
Durante siete días crujieron los resortes, resonaron las argollas de la cabecera de bronce y se desperezaron las maderas del piso. Juliet Sindwall e Hilario Souza pasaban horas enroscados en la cama hasta quedar secos, escurridos, vacíos como frutas exprimidas. Las criadas, de tanto en tanto, se paraban detrás de la puerta para escuchar atentas el rechinar de los muebles, y espiaban por la cerradura, quedando boquiabiertas ante el espectáculo de la ex-patrona que cabalgaba encima del nuevo patrón. Bien pronto las indiscreciones sobre los amantes llegaron al pueblo.
Por la mañana pone flores al finado y por las noches cabalga al portugués, y él está como atontado, como si le chupara la sangre –comentaba Jacinta una de las criadas en la plaza, delante de los puestos vacíos del mercado-. Y ella anda por la casa con el cabello rojo desparramado, medio desnuda y canturreando contenta como si nada, como si no se le estuviera por caer el cielo encima.
Las noches de jarana de los nuevos amantes también turbaron los oídos del Padre Humberto, quien se apresuró a visitar la casa y regarla con agua bendita "Contra los malos pensamientos y las malas acciones", dijo a Souza que lo observaba con la mirada desconcertada que había adquirido desde el primer día de su llegada. Las comadres cuchicheaban que había algo de brujería, algún hechizo en todo eso, pues los animales se apareaban fuera de época y la tierra seca se abría en grietas femeninas; pero los hombres las ignoraban, tachándolas como historias de viejas, e incluso muchos de ellos pasaban a escondidas por la casa de la inglesa, con la esperanza de recuperar la imposible y nunca poseída virilidad, gracias a los efluvios eróticos que rondaban la zona.
A pesar de tanta indignación y alboroto, los vecinos de Agua Chica continuaban prestando un oído atento a las novedades sobre los murmullos y caricias de los pecadores. No existía una persona en el pueblo que no conociera el sonido exacto que hacían las enaguas de Juliet al caer sobre el suelo y cuántas veces crujía el colchón hasta quedar mudo. Las criadas se sorprendieron al saber que, después de siete días de encierro y lujuria, Juliet partiría esa misma mañana, y que dos mozos, con el ocio arraigado en la sangre, ya estaban transportando a la estación sus baúles, dado que el tren salía al mediodía.
Alrededor de las once de la mañana el reloj de bolsillo de Souza le indicó que era hora de ir a buscar a Juliet para que no perdiera el tren. El portugués se dirigió a caballo hasta el extremo de la propiedad, donde despuntaba del suelo la lápida de piedra y la cruz de madera en memoria de John Sindwall. Las nubes grises volaban bajas sobre su cabeza, y las ráfagas de viento anunciaban la inminente llegada de la tormenta que aplacaría el revuelo de tierra seca. Al llegar frente a la tumba, Souza desmontó del caballo y la primera gota de lluvia le cayó sobre la larga nariz injertada en su rostro de colores caóticos: ojos azules, cabellos cenicientos y piel mulata. Juliet no estaba allí. Un ramo de flores atestiguaba su paso por la tumba del marido. Souza la llamó gritando al viento que le hacía tragar sus propias palabras, sin devolverle ninguna respuesta.
A unos veinte metros de la tumba se abría un pequeño bosque de sauces y, más allá, el margen incierto de la ciénaga, llena de los sonidos y de los seres verdes que la poblaban, rodeada por una soga de protección caída aquí y allí. Souza se acercó. Una figura se movía entre las ramas desanimadas de los sauces. La rienda atada al árbol se movía frenética tirada por la impaciencia del caballo de Juliet que no estaba solo. A pocos pasos, los cuatro hermanos Peña-Peña observaban a Souza desde el linde del terreno que ahora le pertenecía, guarecidos de la tormenta bajo los árboles. Los cuatro hermanos eran pelirrojos con una mirada absolutamente estúpida y perdida, y se asemejaban entre sí casi como gemelos.
—¿Vieron a la Señora Sindwall? -les preguntó modulando las palabras como se hace inútilmente al hablar con una persona que no entiende nuestro idioma.- ¡Tarados! -exclamó para sí ante la respuesta muda de los cuatro hermanos -. La señora Sind-wall, ¿la vi-e-ron?
— Estaba ahí antes de que la empujara -respondió el mayor secando con el dorso de la mano la baba que se le deslizaba por las comisuras de los labios.
—¿Que la empujara quién? -se desesperó Souza tomando por los hombros al que habló.
— Usted -contestó el que estaba al lado.
Sin conseguir contenerse, Souza extendió la mano y abofeteó la primera de las cuatro caras que papaban moscas y que ahora lo encerraban en un círculo. Volteando las espaldas a una premonición que ya sabía incontestable, el portugués se abrió paso a los empellones entre los cuatro probables asesinos, y salió corriendo con su caballo hacia la casa, avanzando contra el viento y la lluvia que lo flagelaban.
—¿La señora volvió? -gritó junto al oído de Juana, la criada más vieja y medio sorda que barría el polvo de la galería que el viento volvía a arremolinar bajo la escoba.
—Si no la vio usted que se fue con ella -dijo Juana sin mirarlo.
El silbido del tren llegó desde lejos y Souza rogó que Juliet hubiera ya subido y que dentro de un mes pudieran reencontrarse nuevamente en la capital, como prometido. Pero el jefe de la estación ya había dado la alarma, porque el tren partió sin su única pasajera. Poco más tarde, casi todos los hombres del pueblo estaban dando vueltas desorientados por el viento, buscando a la señora Sindwall sin ganas de hallarla.
Durante los dos días siguientes los hombres recorrieron infructuosamente estanques, bosques y campos. Souza se aventuró hasta el campamento de los gitanos que eran poco amigos de las visitas. Al verlo llegar, una miríada de niños, que en Agua Chica no existían, bajaron de los carromatos entoldados con lonas desteñidas, desde los que se asomaban mujeres de busto enorme y vestidos pobres de colores alegres, adornadas con pendientes largos que caían como las gotas de la lluvia. Los niños rodearon a Souza burlándose divertidos de su nariz larga y de la desesperanza de su rostro, mientras él hablaba con un viejo que se restregaba bajo la lluvia para quitarse la mugre del torso desnudo .
—¿Viene de Agua Chica?...Curioso -dijo el viejo abriendo la boca huérfana de dientes- Agua Chica es como la misma muerte, ahí no se muere ni se nace… de ahí no se vuelve.