La verdad es que no sé muy bien cómo contar esta historia. Es difícil de creer y, por tanto, he dudado mucho antes de comenzar a relatarla, pero allá va...:
Eduardo era un hombre tímido, excesivamente tímido y retraído, introvertido, como dicen ahora. Estaba chapado a la antigua: vestía siempre de oscuro, con chaqueta y corbata, era creyente de misa dominical, educado, formal y.… soltero. Yo creo, aunque él jamás me habló de ese tema, que nunca había tenido novia; de hecho, cuando hacíamos en la oficina los comentarios habituales sobre las mujeres, ya sabéis: “Susana cada día tiene las tetas más gordas”, “El culo de Ana está como para comérselo a bocados”, etc. -lo normal entre hombres, vamos-, él se callaba o, incluso, se apartaba discretamente. Hay quien llegó a pensar que era maricón, pero yo que le conocía mejor que nadie, sabía que no lo era; le veía mirar de reojo, muy discretamente, a las chicas y sonrojarse si ellas le dirigían la palabra. Además, él me decía, cuando hablábamos del tema, que su mujer ideal aún no había aparecido, que esperaba a alguien de una delicadeza similar a la suya, romántica, soñadora... Con nadie más que conmigo tenía esas confidencias.
Hasta aquí todo es más o menos normal, lo extraño comenzó el día en que me dijo:
—Alfredo, no creas que me he vuelto loco, pero debo contarte una cosa...
—Claro, dime -le respondí.
—Me tienes que prometer un silencio absoluto sobre lo que te voy a decir.
—Naturalmente, ya me conoces.
Dudó un instante:
—La máquina de café se ha enamorado de mí.
Esbocé una sonrisa, Eduardo nunca gastaba bromas y me había sorprendido.
—No te rías -me dijo-, hablo completamente en serio.
—¿Pero cómo no me voy a reír? ¿De dónde has sacado esa idea?
Volvió a dudar, parecía estar arrepentido de habérmelo contado.
—Me envía mensajes en cada vaso de plástico que suelta cuando me tomo un café. Mensajes de amor, cada vez más íntimos y cariñosos. Sabe mi nombre, como voy vestido cada día, hasta mi estado de ánimo a veces...
Medité antes de contestarle ya que mi respuesta no podía ser otra:
—Mira, Eduardo, los cabrones estos de la oficina te están gastando una broma, ya sabes como son, y te la estás tomando en serio.
—No son ellos, es la máquina. Pensé como tú al principio, no soy bobo, y probé a sacar café a primera hora, antes de que llegaran, o a quedarme hasta casi de noche, solo, para tomar el café. La máquina me conoce, Alfredo, y me escribe... y me quiere.
—De acuerdo, vamos a comprobarlo -le contesté, no se me ocurrió otra cosa- sacamos un café juntos y lo veo.
Allí, al final del pasillo, nos esperaba la máquina. Yo sabía que no iba a pasar nada especial y que, después, Eduardo me daría alguna explicación para justificar su pequeña locura.
Él se acercó primero, con una moneda en la mano y le dijo:
—Éste es mi mejor amigo, puedes decirme lo que quieras, sabe todo lo nuestro.
Echó la moneda y, tras unos segundos, cayó sobre el soporte el vaso con el café. Eduardo lo leyó primero y, luego, me lo enseño. Casi no creí lo que estaba impreso en azul sobre el blanco del vaso: “Cuida mucho de él, Alfredo, es muy bueno y le quiero mucho”.
Me cabreé, la broma me la estaba gastando él a mí:
—¡Muy gracioso, Eduardo!..., has preparado la máquina, no sé como, para hacerme pasar por tonto.
—No es una broma. No haría eso nunca.
—¿Ah, sí?..., espera...
Saqué una moneda del bolsillo y la introduje en la ranura. Cayó un nuevo vaso, también estaba escrito: “¿Por qué no le crees? ¿Y tú dices que eres su mejor amigo?” .
Eduardo acarició suavemente el panel frío de la máquina:
—No te enfades -le dijo-, Alfredo es buena persona y muy buen amigo.
Cayó otro vaso, esta vez vacío: “Te haré caso, mi amor... No me enfado, perdona”.
¿Para qué seguir?... La increíble historia era cierta, no cabía duda. Intenté explicarle a Eduardo qué, en cualquier caso, era una relación sin pies ni cabeza, que no tenía sentido. Él me contestaba que era el amor perfecto, que nunca le habían querido así, sin pedir nada a cambio, sólo por como él era. La verdad es que, aparte lo absurdo de la situación, Eduardo tenía razón, yo hubiera dado cualquier cosa por encontrar una mujer así..., me explico, una mujer no una máquina. Además, él era feliz, llegaba encantado al trabajo, sus ojos brillaban y sus corbatas eran cada vez más bonitas.
Y todo transcurría apaciblemente, sin problemas, hasta el día en que llegó la maquina destructora de papel.
Me lo dijeron al llegar a la oficina:
—Han traído una máquina “come papeles” de esas modernas. Es capaz de tragarse más de quinientos folios de golpe.
—¿Dónde la han puesto?
—Pegada a la de café.
A los dos días, Eduardo me dijo:
—Estoy preocupado, Alfredo, mi amor me ha dicho que el destructor de papel, ese nuevo, se ha enamorado de ella y está celoso de nuestra relación.
Tuve serias dudas antes de contestar, la situación era surrealista y yo empezaba a cansarme:
—Mira, Eduardo, bastante locura supone tu relación para que ahora la compliques con otro nuevo absurdo... Olvida el tema.
Fue la última vez que hablamos, siempre he lamentado no haberle hecho más caso.
Llegué tarde al día siguiente, había una ambulancia en la puerta y un coche de policía. Entré alarmado.
—¿Qué ha pasado?
—No te lo vas a creer, la máquina destroza papeles esa nueva ha enganchado a Eduardo por la corbata y se lo ha tragado entero.
Me acerqué al final del pasillo; había un charco de sangre inmenso y un amasijo de carne, huesos y ropa en el depósito del destructor de papel.
Sin dar crédito a lo que veía, mareado y temblando, me aproximé a sacar un café.
—No eches monedas, Alfredo -me dijeron- la máquina de café se ha fundido, rota del todo... Nos han dicho que traerán una nueva.