No tenía nombre. Mejor dicho, lo tenía, aunque todos le llamaran "el Hombre del Clavel", por ese clavel blanco que siempre le adornaba la solapa. Era de estatura pequeña, como conviene a un dictador, porque los hombres pequeños tienen ambiciones grandes, y a los altos las ambiciones se les quedan en la mitad del camino, pues no siempre llegan a tiempo para anidarse en el cerebro. Sus detractores lo denominaban con el apodo antipático de "El Petiso", sin embargo, con todos ellos en la cárcel, este hecho no le incomodaba demasiado.
El pequeño dictador y su clavel atravesaron impertérritos medio siglo de historia de Isla Chica, sin que nadie abriera la boca para chistar, porque, tal como lo sugiere su nombre, Isla Chica es un punto que flota en el océano, tan pequeño e insignificante que nadie jamás se preocupó por intervenir en su historia, ni trató de imponerle la democracia por las buenas o por las malas, ni tampoco de desalojarle de la cárcel a los presos políticos, ni mucho menos de pensar en los derechos humanos que allí servían de felpudo para los pies diminutos del Hombre del Clavel. Isla Chica siguió gozando de una invulnerable indiferencia, y del extraño privilegio de ser un trozo de tierra olvidado, que ni el turismo de masas osa despertar de su sueño perezoso; una isla protegida por sus acantilados altos, azotados por los vientos, sin playas doradas ni paradisíacas.
Superado el medio siglo de imperio absolutista, tal como lo avalan los estudios realizados por los mayores expertos en tiranías, generalmente, los déspotas sufren un trastorno autocrático que les impide distinguir entre lo gobernable y lo ingobernable. El Hombre del Clavel, que era muy preciso, a los cincuenta años y dos minutos de gobierno, comenzó a emanar leyes con las que prohibía que el tiempo fuera independiente y que se le escapara entre los dedos, que sus células se le revelasen y envejecieran, que sus piernas se le arquearan bajo la artrosis, y también que sus mofletes y su pene cayeran por la ley de gravedad que no era, ciertamente, una de sus leyes; como así también prohibía a sus conciudadanos decir "buenos días" cuando llovía, y les obligaba a rezar en dirección a la casa de gobierno.
Esa serie de atropellos y las voces que corrían por la isla de que el Hombre del Clavel estaba enfermo, casi agonizando, y que vendría un médico extranjero para curarle, provocaron la ira de algunos iluminados miembros del pueblo adormecido, que, como en toda dictadura que se precie de tal, de inmediato comenzaron a organizar conspiraciones: planearon derrocar al "Hombre del clavel", encarcelarlo y llamar al pueblo a elecciones democráticas, lo que sonaba muy bien, pero nadie, a ciencia cierta, sabía lo que era eso de "democrático", y ni la gacetilla revolucionaria, que circulaba por la isla para fomentar desmanes, era muy clara en tal materia.
Por fin, tras una larga y agitada asamblea, el pueblo se reunió bajo el balcón de la casa de gobierno (¡qué sería de un dictador sin su balcón!), y los ministros se apresuraron a calmarlo y prometieron convocar a elecciones urgentes. También dijeron al pueblo que se pusieran a formar los partidos y que presentaran las listas, porque el doctor estaba curando al excelentísimo y que, ni bien estuviera en forma, se asomaría al balcón para darles su bendición.
En medio de un gran alboroto y excitación se comenzaron a organizar los partidos. Con notable creatividad fueron llamados: el partido de "Arriba", formado por quienes vivían en la parte alta de la isla, lacayos del gobierno casi todos, pudientes y privilegiados y más cercanos al cielo y a sus favores; el partido de "Abajo", constituido por la plebe que trabajaba para los de arriba, y el partido de la "Red", que representaba a los pescadores, último eslabón de la cadena de castas.
En pocos días, la capital de Isla Chica se cubrió de panfletos, carteles y discursos pomposos y vacíos, como símbolos vitales de una democracia nunca antes existente, y que los neo-políticos imitaban con poca creatividad, sin tener grandes modelos de dónde asirse.
Mientras tanto, en la casa de gobierno, el dictador se apagaba como una cerilla y su clavel se marchitaba en un vaso. Nadie corrió a informar al pueblo sobre lo sucedido, porque se lo veía muy atareado en construirse un futuro democrático. Sólo dos personas lo sabían: el Ministro de la (In)Cultura y el doctor extranjero, que se puso manos a la obra.
En un par de semanas se convocaron las elecciones: unos querían celebrarlas por mano alzada en la plaza principal, pero, al fin, decidieron que era mejor hacer una votación secreta para impedir venganzas y odios postreros. Al concluir el escrutinio, que decretaba la victoria de los de "Arriba", es decir de los que hasta poco antes eran como piel y uña con el dictador, se armó una media revolución, con tiros y acuses de fraude electoral, la que duró un mes, duró un mes, que enfrentó a las fracciones en una lucha sin cuartel y dejó la isla sin gobierno ni orden.
Los viejos se asomaban a las ventanas para recordar qué tranquilos estaban en la época del Hombre del Clavel; los pescadores comenzaron a hablar de las dotes milagrosas del dictador, porque cuando estaba él al frente de la isla, hasta los peces se dejaban pescar y ya sentían la nostalgia de sus pescas bíblicas; a los del partido de "Abajo" se les agotó el ímpetu cuando les aumentó el hambre, y los del partido de "Arriba" se encerraron en sus torres, pero sin el trabajo de los de Abajo tampoco ellos comían, así pues, al ver todos sus negocios naufragar, se olvidaron de la política.
Aprovechando el desgobierno y el desconcierto, el Ministro de la (In)Cultura, fulcro sobre el que giraba el poder en Isla Chica, y el doctor extranjero, prepararon al dictador: le pusieron su mejor traje de ceremonias, con el pecho engalanado de medallas ganadas por su participación en improbables batallas, le encajaron el gorro hasta las orejas, le sacudieron el polvo que se le había acumulado sobre los hombros y lo acomodaron en el balcón, bajo un toldo para protegerlo del sol.
El pueblo, finalmente, suspiró aliviado.
El Hombre del Clavel no hablaba, pero se lo veía saludable, y eso era suficiente para que cada uno retornara a sus quehaceres. Es sabido que el pueblo tiene mala memoria y la lluvia del otoño terminaría de borrar las locas ideas de democracia. La vida volvió a su cauce normal y a su rutina y el pueblo, sumiso, confió su futuro en las manos de un dictador relleno de estropajo y perfumes.
De la Antología: Opuesto a la Naturaleza de las cosas