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andreazurlo

No hay corazón que resista


El día en que Tío Tolomeo nos dejó y rumbeó para el otro mundo, el rostro de mi tía Clotilde, su esposa y hermana mayor de mi madre, adquirió un color pálido y se le detuvo el respiro. Mi abuela y mi madre, que en ese instante acompañaban a tía Cloti fuera del cuarto de Tolomeo en la clínica, cambiaron una mirada aterrorizada, pensando que les tocaría desembolsar para un doble funeral, doble estacionamiento en el tanatorio y doble nicho, un verdadero desastre financiero.

Menos mal que la tía Cloti se repuso en un instante y reaccionó con un sonoro “¡Ya era hora de que te murieras viejo del carajo!”, dejando en mitad del pésame al médico que le acababa de dar la noticia.

—¿Está seguro, doctor? Mire que no quiero entrar y encontrármelo sentado en la cama, vivito y coleando gracias a los milagros de la ciencia, ese viejo tenía cuerda para rato —insistió la tía estrechando la mano del médico con una desmedida ráfaga de alegría.

—Sí, señora, más muerto es imposible —respondió el médico sin salir de su perplejidad.

Nunca antes vi a Tía Cloti tan feliz, parecía que se le hubiera rejuvenecido la cara en un dos por cuatro, una sonrisa le iluminaba el rostro y, sobre todo, la mirada.

Tía Cloti se había casado muy joven con Tío Tolomeo que era mucho mayor que ella, triste y amargado, con cara de buldog deprimido y un cerebro mágico, una inteligencia excelsa que a poco le sirvió para aprender a vivir y abandonar sus pánicos e hipocondrías varias.

Por el contrario, la tía Cloti era una cuarentona que prometía y con ganas de divertirse y quemar los últimos cartuchos de su vida. Poco después de sepultar a Tío Tolomeo, sin demora, Tía Cloti nos trajo a su novio mucho más joven que ella, un tipazo de gimnasio repleto de testosterona. Por esa época, yo contaba con escasos quince años y el nuevo tío, simpático y jovial, era una fiesta para una adolescente. Además era un genio de las matemáticas y me explicaba todo lo que yo no comprendía. Tal era mi apego a mis tíos que incluso pasaba los fines de semana en casa de ellos, porque me entretenía más que con mis amigas.

Fue durante una de las lecciones privadas del tío cuando que nos entreveramos por primera vez entre las sábanas del cuarto que yo ocupaba en su casa. Desde ese día abandoné definitivamente las salidas con las tontas de mis amigas y sus romances infantiles. Mi familia se sorprendía ante los beneficios de la compañía del tío y mi aplicación en las tareas escolares. Con dieciocho años me instale definitivamente en casa de Cloti, porque estaba más cerca de la facultad. La vida me sonreía y con el tío vivíamos casi como una pareja afianzada con la alegre e inocente compañía de Cloti que, con su presencia, conseguía dar un toque más excitante y arriesgado a nuestros amores clandestinos.

El tiempo transcurre con solercia, marcando su paso indeleble de forma equitativa. Tía Cloti fue perdiendo esmalte y adquiriendo kilos, lo tenía marcado en la genética que sucedería: las caderas anchas de la abuela se reproducían como un calco en las suyas. Las preferencias del tío eran obvias, él sostenía que mi piel de veinteañera le resultaba terapéutica contra los malhumores de Cloti que, por esa época, descubrió incluso la menopausia. El año en que me gradué en la facultad, mi tío me hizo una propuesta tentadora e indecente, escaparnos juntos. Analizando la situación fríamente descubrí que tendría que afrontar muchas dificultades y responsabilidades que no estaba dispuesta a asumirme, por ejemplo, sabía que mi padre, un hombre severo, me cortaría definitivamente los víveres, perjudicando mis posibilidades de hacer carrera. El tío comprendía que la familia no aceptaría nuestra relación, sobre todo con tía Cloti aún viva, enfangando nuestra imagen con su lengua viperina.

Pocos días más tarde, el tío se apareció con la ampollita milagrosa que, a su decir, era un hechizo de desamor que le vendió una bruja y que ayudaría a que la tía Cloti lo repudiara, alejándolo de ella; de esa manera, nosotros podríamos vivir nuestra vida sin problemas, a la luz del sol, sin enemistarme con mi familia.

Durante el funeral de Tía Cloti, el tío jugó muy bien su parte de marido triste y apesadumbrado, sorprendido por la muerte improvisa de Cloti que era pura salud. El caso fue liquidado como un simple paro cardíaco por exceso de gimnasia, tranquilizantes, adelgazantes, tratamientos corporales de belleza, sesiones con aplicación de sanguijuelas para oxigenarse la sangre, integradores, y todo aquello que tía Cloti engullía en cantidades industriales para no parecer la madre de su marido, el que recién pisaba los cuarenta.

Por entonces fue que conocí a Fede, un chico de mi edad con quien empecé a salir y a disfrutar todo aquello que me perdí desde la adolescencia por mi enamoramiento empecinado con el tío.

Son pocos los hombres que superan los cuarenta años dignamente. Pese al gimnasio y a la dieta, el tío ya había empezado a perder el cabello, a criar tripa y a disminuir sus prestaciones sexuales, para no hablar de esa angustia de cuarentón que le aporreaba el ánimo por culpa del cambio de década.

Recuerdo que esa noche le prometí que después de la cena le haría una manzanilla cargada para que descanse bien, porque lo notaba muy tenso. Él acepto sonriente y yo apreté con fuerza la ampolla con el resto de la poción de desenamoramiento de Tía Cloti que conservé en caso de necesidad.

El pobre tío tenía el corazón hecho trizas.

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