Enfundado en su traje protector blanco con máscara, Shi Zhiyong atravesó con la cabeza plegada por la rutina el cerco de seguridad para comenzar un nuevo día de trabajo.
Un largo suspiró le empañó el cristal de la máscara, mientras esperaba a que se abriera el portón blindado de acero resplandeciente y que la luz roja de alarma de la frontera dejara de parpadear.
El panorama ante sus ojos hubiera sido aterrador para cualquiera, pero él llevaba más de veinte años de servicio, su estómago y su espíritu se habían fortalecido y ya no sentía ni repugnancia ni dolor ni nausea ni pena ni culpa.
Por alguna razón, acaso como una intuitiva arma de autoprotección, su mente siempre prefería divagar por el pasado y obviaba la realidad que lo rodeaba. A menudo, pensaba en la buena suerte del señor Shao, su hermano mayor, que vivía en un apartamento lujoso del otro lado de la ciudad, con su vida limpia, aséptica y perfecta…¡y eso por pocos minutos de diferencia! Porque Shi y el señor Shao eran mellizos, pero el señor Shao asomó su cabeza al mundo cinco minutos antes que Shi Zhiyong, lo que decretó su destino: el Gran Nuevo Imperio Chino no admitía más de un hijo. Con cinco mil millones de habitantes no cabía nadie más. La ley era clara: en caso de mellizos, si los padres no decidían desembarazarse del segundo niño (un modo burocrático de denominar el asesinato), el gobierno se hacía cargo del recién nacido, lo alejaba de su familia y lo destinaba a los centros de internación. Desde el nacimiento lo trataban como a un paria social que ejercería las labores más humildes, sin derecho a existir. La ley, de manera objetiva y correcta, lo definía “un Exceso”, un exceso orgulloso de servir al Gran Imperio.
Ahora bien, cuando Shi Zhiyong miraba a su alrededor, se consideraba un privilegiado. Después de todo él vivía en el Gran Imperio, el único lugar habitable de todo el planeta. Pese a los respiradores artificiales, las lluvias verdes, el calor insoportable, el cielo gris…., no existía un lugar mejor donde vivir. Shi Zhiyong ignoraba lo que existía antes del Gran Imperio Chino, por lo que le parecía un mundo perfecto así como era. Un lugar sin pasado, porque es sabido que conocer el pasado no ayuda a construir el futuro.
El único que, en su tiempo, le había hablado del pasado y de los Europeos y norteamericanos fue su abuelo, Lao Zhiyong, el solo miembro de su familia que lo visitaba en el Albergue de Excesos donde creció. Era un anciano gentil, con una delicada barba blanca, que conservaba una cierta aversión hacia la modernidad y una pasión secreta por el pasado y la historia.
Lao Zhiyong no aceptaba de buen gusto las leyes del Gran Imperio, ni su falta de empatía y de sentimientos humanos, entre ellas borrar a los niños como si fueran números, o confinarlos de por vida en el área X, de donde nunca saldrían, como su nieto. Mientras vivió, su abuelo supo regalarle la memoria del pasado. Durante las visitas en el centro de internación donde Shi vivía, solían sentarse en una pequeña sala y el viejo desgranaba las historias de tiempos lejanos que Shi Zhiyong escuchaba deleitado.
Por su abuelo supo que un tiempo también los chinos emigraron durante años a Europa y América con la esperanza de enriquecerse y tener una vida mejor. Se establecieron en esos países, crearon barrios chinos y conservaron fielmente sus tradiciones, cultura y lengua, sin integrarse ni mezclarse con las poblaciones locales y tratando de imponerse, ayudados por la mafia china y los ingentes capitales que debían blanquear.
Los europeos eran un pueblo culto y rico, fueron conquistadores, colonizadores, impusieron su ley e hicieron sus guerras. Los norteamericanos también eran ricos, innovadores, exportaban su forma de gobierno, denominada democracia, y siempre pretendían controlar el comportamiento de los demás habitantes del planeta. Para estas personas, denominadas «occidentales», el mundo era felizmente seguro, como un balcón tranquilo desde donde observar un desfile. Así fue hasta el día del Gran Debacle.
En verdad su abuelo desconocía los motivos y fechas históricas. Según se comentaba fue a causa del poder de las famosas y temidas Lobbies que los gobiernos permitieron transferir una parte consistente de su producción al Gran Imperio Chino. Entonces, los «occidentales» comenzaron su rápida carrera cuesta abajo. Mientras aquello que fuera la República Popular China proseguía su carrera de conquistas del África y América Latina, para luego, con la tragedia del virus, proseguir con Europa, convirtiéndose en el Nuevo Gran Imperio Chino, siguiendo el lema «Divide et Impera». Con una política de expansión sin precedentes, conquistó las tierras a este, oeste, norte y sur de sus fronteras, impuso su religión de estado, sus leyes y su tiranía, el único modo de dar paz a un pueblo.
«¡Para qué le sirve a uno saber que existieron los europeos! Para nada»,meditaba Shi Zhiyong al tiempo que preparaba su equipo de trabajo. Su abuelo le había hablado de luchas sociales y derechos humanos, pero ¿qué eran? ¿Acaso era lo mismo que su derecho a existir, a recibir dos comidas por día y a dormir en la cama impersonal del Albergue de excesos? Por cierto, ni los derechos de los europeos ni su cultura ni nada les cambiaron el destino e impidieron que fueran cancelados en un plif plaf. Era obvio que los europeos sufrían de alguna forma de autodestrucción que provocó su triste final.
Los norteamericanos, en cambio, reaccionaron e intentaron protegerse a su manera: se rodearon de muros y de escudos espaciales para defenderse, aunque no consiguieron evitar la conquista económica, que, después de todo, es la única que cuenta. Además ya quedó ampliamente demostrado que los muros y las murallas no sirven a mucho. Por ejemplo, el Imperio había reforzado la Gran Muralla occidental con todos los medios de destrucción más letales; sin embargo, los pordioseros, los Otros, como los denominaba burocráticamente la ley del Imperio, seguían llegando y muriendo a las puertas del Edén.
Shi Zhiyong miró a su alrededor antes de accionar el láser desintegrador.
«Europeos», se dijo observando los cuerpos que se apilaban sobre el suelo de aluminio de alta tecnología. Los conocía bien. Llegaban de a millares para morir allí, en la cámara de gas que rodeaba la frontera con Europa, desde los Urales hasta ese lago viscoso y verdoso, denominado con gran pompa «Mar Mediterráneo».
Un dejo de lejana e impersonal compasión velaba el ánimo de Shi Zhiyong cuando recordaba las historias de su abuelo, sin embargo, su espíritu se había endurecido de mucho desintegrar cadáveres occidentales amontonados en pilas desesperadas. Después de todo, eran solamente «los Otros», esos que no somos nosotros y era su trabajo.
De improviso, lo distrajo un murmullo que procedía de abajo de algunos cuerpos. Shi Zhiyong estaba seguro de que eran de esos que clasificaban como alemanes, o algo así. Utilizando una lanza apartó los cuerpos.
Una joven de largos cabellos rubios y ojos increíblemente azules lo observaba aterrorizada y murmuraba palabras ininteligibles. Shi Zhiyong permaneció unos instantes encantado, mirando esos ojos azules, tan azules como decían que alguna vez fue el cielo, y ese cabello dorado que ninguna mujer china podía permitirse sin parecer ridícula. Era hermosa, diferente y muy joven. Habría querido decirle que escapara, pero, ¿dónde?, ¿dónde podría esconderla? Le estaba prohibido tener una mujer. Un Exceso no podía copular ni reproducirse, y mucho menos con una inmigrante clandestina. Se preguntó si era justo, si su abuelo Lao Zhiyong estaba en lo cierto, también los chinos habían emigrado, pero su abuelo no le había hablado de cámaras de gas en la frontera, es más le dijo que prosperaron.
Prefirió no hacerse más preguntas. Como es bien sabido, el Gran Imperio Chino no perdona la traición.
Shi Zhiyong cerró los ojos y apretó el gatillo del láser. No se volvió a mirar. Se reconfortó con la idea de que había sido indoloro.
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