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andreazurlo

El día de Independencia


Cuando terminó de examinarla, el médico carraspeó y, rascándose la barbilla, con la mirada fija en la cama donde yacía la anciana, y dictaminó:

— No veo ninguna grieta, señora… lo que tiene su madre es pura y simple vejez.

—No es mi madre, es mi tatarabuela— respondió Clorinda abriéndole la puerta de la casa isleña.

—Con más razón —murmuró el médico, considerando la última frase como una burla más de ese viaje inútil a través del río.

—Clorinda y Francisco, les dije que no valía la pena —protestó la anciana desde la cama—. Es algo que tiene que suceder, los matasanos no entienden nada, no ven más allá de sus narices. ¡Si lo sabré yo que estuve casada con uno! Dame la mano Clorinda, ¡tocá, tocá!— gruñó Doña Independencia obligando a Clorinda a apoyar una mano temblorosa sobre la grieta profunda que se le abría en el esternón huesudo—. ¡Hasta un ciego puede ver que me estoy agrietando y que dentro de poco empiezo a perder pedazos!, pero como el doctor no puede hacer nada, ¡ni siquiera imaginarse cómo es una grieta!, prefiere hacer de cuenta que no ve nada.

Parados a cada lado de la cama, Clorinda y Francisco no podían más que asentir con la cabeza ante las palabras de la tatarabuela que, como de costumbre, estaba en lo cierto. Oyeron el motor de la embarcación con el médico a bordo, alejándose por el río de aguas marrones.

—Hay olor a sudestada y el doctorcito se va a mojar los pantalones del miedo —murmuró Doña Independencia, sonriendo con sus treinta y dos dientes amarillos, pero firmemente asidos a las encías secas. La sonrisa concluyó en una sonora carcajada que le produjo tos y con el esfuerzo se le desprendió el primer trozo.

Clorinda dirigió una mirada entre preocupada e incrédula a su hermano Francisco, que, boquiabierto, se pasaba la mano por los cabellos blancos. Ahora que había sucedido lo imposible, finalmente estaban convencidos de que era verdad.

— Nada de caras largas, antes o después tenía que suceder. Es casi natural que a un viejo le llegue la hora y éste mundo ya no es lo que era.

Entrecerrando los ojos Doña Independencia oyó que Francisco susurraba: "¿será uno por año?"

— Si mi madre no mintió, recuerden guardarlos en la caja, pero nada de arrojarlos al río. Y basta de envidiarme, Francisco, y de pensar en segmentos y círculos: ¡yo soy quien envidia los segmentos y odia los círculos! —le reprochó la anciana entrando en un sueño ligero e indoloro que la llevó lejos, hasta sus primeros berridos.

Corría el año 1816 cuando vino al mundo, en las primeras horas de la Independencia, a la que debía su nombre; en el exacto momento en que un personaje ilustre, presente en el Congreso, pensaba en voz alta: "Ahora somos independientes…¿pero qué haremos con la independencia?"

La misma pregunta hizo tímidamente el padre de Independencia algún tiempo después, viéndola flaca, enfermiza y débil, y pensando que no serviría para trabajar en el campo o para servir en una casa.

—¡¿Cómo que hacemos con la Independencia?!— exclamó la madre mientras acomodaba a Independencia las ropas que le llovían -. Ella está bien: cuando cambie todos los dientes irá al convento para que la cuiden y la eduquen. ¡Así lo dijeron las monjas y así será!

Con los dientes apenas estrenados, Independencia entró en el convento. No tardó en ponerse robusta y fuerte, al igual que su carácter que se rebelaba a las horas de bordado y a tener que fregar los suelos de baldosas irregulares y también a la misa de las cinco de la mañana. Al cumplir los once años ya había intentado escaparse varias veces, buscando a su familia que, mientras tanto, había emigrado a la capital.

Pasaron aún algunos años y castigos hasta que Independencia, sintiendo que la cabeza le estallaba en murmullos de cánticos y de Rosarios, decidió arrojarse por una ventana para escapar definitivamente del convento. Nadie la vio caer, pero si alguna de las hermanas hubiera estado presente habría gritado el milagro; en cambio Independencia descubrió, sin sorprenderse, que caía con el peso de una pluma, gobernando la gravedad, y que las plantas se apresuraban a crecer para recibirla en un mullido colchón de hojas.

Una vez libre de la persecución de las monjas, Independencia comenzó a errar por la vida, trabajando de criada, durmiendo en establos y comiendo salteado. Ciertas veces encontró patrones gentiles que la trataban con compasión, quizá porque sabía leer y escribir, quizá por la blancura de su piel y, de esa manera, se ganaba la hostilidad de las demás criadas. Pronto Independencia descubrió que los malos pensamientos que le llenaban la cabeza no tardaban en caer con peso catastrófico sobre quien mal la trataba. Durante siete años respondió al desprecio sembrando desgracia por las casas más distinguidas de dos ciudades, hasta que una a una se le cerraron todas las puertas en la cara, espantados por la voz de mal agüero que llevaba adherida a la piel como un parásito. Sin abatirse, Independencia aceptó el rechazo como un mandamiento del destino y, lentamente, emprendió el camino para buscar a su familia.

Pasó tres meses de limosna, escoltada por un indio fiero que se le unió por el camino y que, sin proferir algún sonido, la siguió a distancia de perro hasta que llegó indemne a las afueras de la capital, como si se tratara de un ángel enviado para protegerla.

Al llegar a la ciudad, encontró albergue solamente entre las monjas y, después de mucho andar, dio con uno de sus hermanos, que vivía en un rancho rodeado de gallinas que picoteaban tranquilas ignorando el destino de la cacerola. Allí estaba su madre, yaciendo en un catre desvencijado, doblándose en toses y esputos rojos de tuberculosa, con poca vida en las venas.

—Presentía que volvería a pedir explicaciones— dijo su madre con voz débil, con su mano helada envuelta por las manos de Independencia.

— No le vengo a pedir nada, anduve mucho para volver a casa, escapando a la desgracia y pensé que estaría contenta de volverme a ver.

—Las monjas nos mandaron a decir que se fue y su padre estuvo lleno de pena por culpa de una hija desobediente. Lo llevó la enfermedad que ahora me lleva a mí, pero es justo que usté sepa.

Las confesiones de su madre, y la indiferencia de los pocos hermanos que le quedaban, hicieron que aceptara de buenas a primeras la propuesta de matrimonio del doctor Pereira Gómez, sin siquiera mirarlo bien, sin notar el labio inferior que le caía laxo sobre el mentón, ni las orejas desplegadas como dos abanicos; sin conocerle el carácter difícil y la mente con más imaginación que verdad. Él era un médico de pobres, que prestaba su cura en cambio de gallinas y comida. Era uno de esos hijos de un don nadie que se había enriquecido gracias a unos comercios ilegales. Había regresado hacía poco de España, donde el testamento del padre lo mandó para darle lo único que estaba dispuesto a dejarle como herencia a uno de sus muchos bastardos: una educación y un título. Conoció a esa joven de piel nívea cuando ella salió con cara espantada del rancho donde moría su madre, y poco después, intuyendo que la común desgracia y la soledad los podía unir, la fue a buscar al convento para proponerle matrimonio, dado que él guardaba pocas esperanzas de hacerse una familia por otros medios, y era lo que le hacía falta para inventarse una vida.

El doctor Pereira Gómez aceptó esperar sin prisa que Independencia lo tolerara y decidiera consumar totalmente el contrato apenas firmado. Faltaba tiempo para llegar al pueblo donde él había decidido establecerse. Mientras tanto, su flamante esposa se esforzaba en silencio por intentar amarlo, pero era una tarea vana que concluyó agotándola, y por más que lo hubiera separado en cuerpo, alma y mente, para tratar de amar por lo menos una parte de él, fracasó en el intento. Así terminaron por retardar dos meses la unión carnal, pero como una se acostumbra a todo, Independencia terminó pariendo diez hijos.

Los recién casados se establecieron en la nueva ciudad, en una casa cerca de la Iglesia. El doctor Pereira Gómez inventó un pasado para ambos, un árbol genealógico muy respetable, con raíces hundidas en un lejano y noble pasado y por cuyas ramas saltaba hábilmente, aumentando la mentira para que no fuera descubierta. En poco tiempo, se recortaron un espacio entre lo más rancio de la sociedad, entre los enfermos ilustres que hicieron su fortuna.

Con el pasar de los años, Independencia prosperó en una mujer amplia, de piel rosada y carnes firmes; mientras que el doctor Pereira Gómez siguió chupándose, achicándose y arrugándose como una uva pasa, al tiempo que el labio inferior le caía siempre más sobre el mentón y las ojeras le teñían de amarillo el blanco del ojo. Ya en su vejez, el doctor Pereira Gómez se encerró en un obstinado silencio al que llamaba sarcásticamente el «ensayo de la tumba», y que interrumpía sólo en ocasiones especiales para pronunciar frases como «Buenos días» y «Buenas noches» y algún que otro «sí» o «no».

— ¡Hija del demonio debe ser, mujer!— exclamó él, al borde de su cumpleaños número setenta, al verla reflejada en el espejo de la cómoda, observando la piel lisa y tirante de Independencia que formaba pliegues solo donde la costumbre del gesto la había sometido. Independencia, sorprendida ante su improvisa locuacidad, le regaló una mirada benévola y no respondió, porque sabía que esa sería la última frase de la noche de la cual el doctor Pereira Gómez ya no despertaría.

También esa frase recordó Independencia en 1916, el día de su centenario, cuando, observando su imagen en el mismo espejo, notó algunas canas mezclándose con el cabello azabache y pensó en la injusticia de una vida tan larga, que le había obligado a asistir a sus propios hijos y nietos ancianos del mismo modo en que cuando eran recién nacidos, que le arrebataba cuantos seres amaba. Una vida que la había arrojado en un mundo irreconocible hecho de luz eléctrica, autos y vestidos que se acortaban; un mundo en guerra que no aprendía nunca la lección.

Con sus muchos años vividos, Independencia se desilusionó de la humanidad y, sin más espacio para el hartazgo, un día decidió refugiarse en una casa que hizo construir en la isla, mirando a la laguna, de espaldas a la ciudad que crecía hacia arriba llenándose de ruidos ficticios. Independencia prefería la soledad de la casa isleña, antes que seguir viviendo en una sociedad con poca memoria, ciega y sorda, justamente ella que la historia la llevaba escrita en la piel, y que no conseguía alejarse de la realidad que cada noche acudía a su mente y se proyectaba sobre sus párpados cerrados, mostrando los rostros de los muertos negados y la crueldad de los vivos.

Atravesando los años y las generaciones, Independencia seguía inexorablemente viva, sana y robusta. Entre los pocos que la recordaban, algún que otro bisnieto o tataranieto encontraba, de vez en cuando, la fuerza para cruzar a la otra orilla del río e ir a visitar a esa mujer sin tiempo. En 1980, pensando que le había llegado la hora, durante una visita de Clorinda y Francisco, doña Independencia les reveló, previo juramento de silencio, su verdadera edad y ese secreto que le confesó su madre, y que por 142 años conservó en un rincón de su mente.

—-Me habían dicho que el número trece no iba bien para hijos…—dijo su madre queriendo retirar la mano que la joven Independencia se ensañaba en asir— pero no hice caso…¿qué podía hacer?

Los relojes se detuvieron para su madre el día en que la concibió y permanecieron parados mientras la sentía crecer en su interior y escuchaba los vaticinios de la vieja Carmela: «en tu vientre hay tanto dolor como historia».

— No sé de quién es la culpa— continuó la madre de Independencia, habiendo finalmente liberado su mano de la de su hija y susurrando con el último aliento— Doña Carmela dijo que sucede una vez cada muchos años, sucede a los hijos que nacen con el número trece, pero sólo a los que al nacer dejan fija la luna por una noche, sin que corra al horizonte. Cuando usté nació fue noche por todo un día y la luz de la luna la bañaba donde la metiéramos, hasta debajo de las mantas, por eso es tan blanca, pensábamos que haciéndola monja podíamos destruir ese hechizo que lleva encima…— su madre le dirigió una última mirada de vieja profeta y pronunció una frase que ni ella entendía— no sufrirá muerte, sufrirá vida, ni conocerá el dolor cuando el cuerpo se le parta en tantos trozos como años, para continuar, no para concluir, y renacerá del fango y del agua como el primero de la creación.

Las monjas del convento no creyeron en la confesión desesperada de la joven Independencia, del mismo modo en que el joven médico no notó que la anciana Independencia se estaba resquebrajando. Quienes no están llamados para custodiar la historia no consiguen comprender. Tampoco Clorinda y Francisco creían en lo que acababan de vivir; si bien habían hundido el dedo en la llaga y pese a que Francisco apenas si podía alzar la pesada caja, cargada con 198 trozos y un alma.

Mientras la sudestada arreciaba en el canal principal del río y las ramas de los sauces barrían rítmicamente la arena, Francisco entró en la laguna hasta las rodillas y hundió la caja que pronto desapareció con su carga preciosa debajo del agua marrón. Permaneció allí, contemplando hasta que cesaron las burbujas de oxígeno que subían y explotaban en globos irregulares, y después regresó a la casa arrastrando su paso anciano, sin volverse hacia la laguna, pensado en círculos y en segmentos.

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